domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_4: Nueve pasos (2/2)

No todos los reencuentros implican un encuentro, aunque resulte paradójico a primera leída. Este relato, dividido en dos entregas, constituye una prueba fehaciente de ello.


El éxito pasa por conseguir saltearse la invitación a comer. La incómoda pero imprevista excusa y un adiós frío que apague la esperanza de más “volver a verse”. Iniciar un proceso de comida, con todo lo que ello implica, se me antoja una cuesta arriba ensombrecida por la segura aparición del marido. Mientras le busco la vuelta al sofá, Eva me habla de que busca trabajo. Para quien no me conozca aclaro que esto es así: las cosas tienen que parecerse en mucho a como yo las preveo; de lo contrario, más o menos espontánea, nace una estrategia de retirada. A pesar de estar de espaldas a la puerta, desde el sillón puedo controlar todo el salón, ver cómo Eva se inclina sobre el teclado con los ojos vacíos pegados a la pantalla. Busca el móvil, teclea varias veces, se vuelve hacia mí. 

–Entonces tú qué.

–He quedado para comer –le digo un poco atropellado–; y estoy bien, cómo voy a estar, contento de verte, de ver a tu niña…

La chica latina irrumpe con el demonio pegado a la cara. A la niña no se la escucha llorar, lo cual puede ser peor. Eva se contagia de su expresión y las dos salen para la cocina sin mirarme. Los instantes que pasan son largos o penosos. Salto sobre mis pies y echo un vistazo al portal donde ella busca trabajo (¿script?); sin querer me topo con el mail abierto y leo unos minutos. No me interrumpen in fraganti como en la tele; me harto y camino los nueve pasos habitables hasta que Eva casi me atropella con la niña en brazos. A su espalda, la chica latina sale de la casa cabizbaja, dando pasitos cortos. El tsunami es que no hay pimientos, quién ha visto un pisto sin pimientos. Y él ya sabía que iban a comer pisto. La niña sigue en su plan: un llanto como de desierto, que se alarga y no hay paredes.

Eva llega al ordenador con la niña en brazos, deshace sus pasos, la sienta en el sofá y vuelve a la pantalla. Tendrá unos dos años largos, pequeña pero morruda, de un moreno de cobre, con dos piedras pequeñas que me miran duras tras las lágrimas. Pienso en acercarme pero quedaría arrodillado, así que le sonrío y chilla. Entonces me arrodillo y se asusta, pero deja de llorar. Eva bufa, me comenta algo de internet, suena su móvil. Me hace una seña, como Vuelvo enseguida, o Toma tú el mando, y atiende antes del segundo timbrazo.

Miro para los lados y me tranquilizo, las salidas siguen llanas. La niña no emite sonido. Baja la montaña del sofá, se pone de pie sobre sus zapatos de cordones y con mucha torpeza camina hacia mí. Una escena tierna de no ser porque Eva y su móvil han desaparecido hacia las habitaciones en busca de una vida y la niña (era Cristal) está tirando de mi pantalón. Parece una mascota la mocosa, pero, cómo decirlo, me mira como un señor. No me pide que la suba; está esperando a que yo obedezca.

La encajo sobre mis rodillas, con bastante esfuerzo y la sonrisa dibujada. Me acerco a una edad tipo, y a pesar de que no pertenezco a iglesia alguna, me convenzo de que la escena despertaría recelos en los testigos, de haberlos. Miro a los lados, justo cuando la chica vuelve con la bolsa y Eva aparece con el teléfono y los tres nos miramos, los cuatro, hasta que la asistenta empuja la puerta y Eva vuelve a esfumarse lanzando una mueca. Quiero bajar a la niña de forma inmediata, aunque para hacerlo debería tomarla de la cintura y sería peor. Es obvio que la chica latina tiene que ir a la cocina a lavar el pimiento, a preparar el pisto, a dejar que el futuro siga pasando. Pero se acerca y se sienta en mi sitio de antes y vuelve a sonreír, como en la puerta con las llaves, ahora los pimientos en el regazo.

–Una niña muy buena… –dice alisándose un vestido que nunca fue nuevo.

Cristal me abraza. Pienso que es un guión, que alguien mató su tiempo escribiendo lo que me está pasando. Saco una foto del momento y veo una familia normal, disfrutando de tiempo de calidad, la madre y la hija tan parecidas, el padre algo ausente pero varonil.

–Los niños son buenos todos –amplía la chica que ya no muestra sus dientes. No me veo obligado a acotar; la niña pega su pelo a mi cuello, cedo el turno con un cabeceo incómodo. La empleada se inclina hacia mí y susurra–. Pero no le diga nada a la señora –en su cara hay miedo, como si no supiera nadar– por favor no le diga, usted es bueno.

Eva interrumpe pisando el suelo como un búfalo. –¿Interrumpo? –pregunta divertida; cuando miro, la chica ya está de pie, la espalda como un signo de pregunta, y la niña ha desaparecido de mis rodillas. Es increíble, si al final yo le he traído buena suerte, una prueba para un rodaje, así, solo por el currículum (y una pequeña ayudita de sus amigos), con dos narices de script. Hay que celebrarlo, es evidente, si estará llegando Carlos, habría que ver cómo se lo toma. En la bruma del monólogo, busco mi teléfono y mi cara de interesante y programo la alarma para dos minutos después. Sin complejos. Tengo el mismo tono que el de la llamada, soluciones a la carta para cuando con palabras se tarda más y peor. Los momentos pasan entre una pose como para estudiantes de pintura y los planes espumosos de Eva sobre su vuelta al negocio. Pienso que parezco un actor, la máscara atenta al parlamento del compañero y el texto propio hirviendo por dar el zarpazo. Siento la vibración de mi teléfono antes de que suene.

Eva dispone que no me despida de la niña ni de la chica, por razones relacionadas con la comida y el ciclo de los pimientos. Intuyo que le molesta mi adiós precipitado. Y a mí mismo me molesta, pero es lo mejor. Lo que dura la despedida en sí, las frases a medias, ese no querer molestar, la puerta que no se acerca, sé que él (era Carlos) en ese momento volvería a casa, el traje impecable. Y lo peor sería el traje. Tras besarnos en las mejillas, Eva me pone la mano en el pecho (imaginaos, como si ya fuera un ritual), y el sopor pesa lo mismo que antes. Me cuesta abrir la puerta al salir.

Alejandro Feijóo

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