La Alhambra es de esos lugares infinitos que se siguen recorriendo
mucho tiempo después de haberlo visitado.
Cuenta la leyenda (la leyenda de
los vencedores católicos) que cuando el rey morisco Boabdil abandonaba
derrotado Granada, volvió la vista atrás y lloró. No estaba solo. Su madre se
lamentó con indignación: “Llora como una mujer lo que no supiste defender como
un hombre”. Como todo el mundo, suponíamos que la ignominia de la capitulación
ante Fernando e Isabel estaba detrás de ese llanto. No en vano habían sido ocho
siglos de imperio. Después de visitar la Alhambra la leyenda adquiere otro
significado. ¿Cuántas de aquellas lágrimas no iban dedicadas al palacio que dejaba
a su espalda, aquel que Boabdil llamaba “el paraíso terrenal”?
La Alhambra es un palacio de
palacios, un enjambre de estancias sucesivas y superpuestas protegido del
exterior por una muralla que domina el cerro de La Sabika. En su interior
apabulla la presencia del vacío. Es determinante, para quien la visita, abarcar
la armonía que alcanza el espacio desnudo, recorrido por corrientes de viento y
el rumor constante del agua contra las acequias. Dejarse llevar por los
pasillos, detenerse ante un estanque, rozar con los dedos una columna y guardar
silencio son recetas que nos animamos a darles. Los jardines del Generalife coronan
la fortaleza con una textura infinita que huele y suena.
Es el monumento más visitado de
España y como tal, un hervidero de gente. Las visitas horarias ordenan la
maroma, conviene ser precavido con el tiempo de llegada. Es imprescindible
llevar agua y en verano, artilugios variados contra la caló; la mañana
es inmejorable también para el recorrido. Pero a pesar de ser un centro
turístico de orden mundial y recibir más de dos millones de visitas al año, la
soledad es posible en la Alhambra. Rodeado de todos, envuelto de vacío, con las
lágrimas de Boabdil llorando entre los labios.
Alejandro Feijóo
(Publicado
en Esto No
Es Una Revista, número 24: El Caballo)
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