domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_23: Como los perros que hablan en las películas


Cuando la espera desemboca en el tiempo, empiezan a pasar cosas que atropellan la lógica de una tarde cualquiera. 

Este es otro episodio, distinto de los anteriores. Pero el hombre lo hace otra vez y se duerme tras la comida. Unos minutos, acaso segundos, un fragmento de menos, pues la luz acaba de cambiar al plomo de la tarde primera. Maldice el sueño breve, el rato de un día que fue liviano y ya es desperdiciado, y se aterra también brevemente ante la espera de una noche insomne más larga de tinieblas. El brillo que cuelga de las persianas lo muestra desnudo; nadie lo ha visto así en este tiempo de calor que termina. Se acerca a la cocina; por inercia tira de la puerta. Los estantes pelados expanden la estancia de lo primitivo; tampoco tiene hambre; nada se desea en la espera más que lo incierto; el hombre cree que si él fuera la otra persona ya lo habría decidido. Pero el hombre es anticuado y espera, y así son las cosas de este orden. Se viste primero y sale después.

El hombre no pasea ni camina, rumbea por la geografía más cercana sin otro latido que el de ese día de más. Es amigo de perder el sentido y la dirección, pese a que su pánico más deshilachado acaba en desentender el sentido de las cosas, cuando el olvido de esa espera le abrigue por las noches. Las calles guardan restos de una lluvia que no ha visto caer; el asfalto alterna charcos y desperdicio, gotas de basura en trozos de humedad. El día es festivo, pero tampoco hay tanta gente fuera: las voces de las películas bajan por las ventanas. Quienes han decidido salir extreman el carácter del no laborable: sus ropas cargan un doblez especial; los pasos se dan rematadamente cortos; las parejas que a diario anidan el desprecio caminan a la par, incluso hay quienes se toman de las manos. La luz, aunque límpida, se hace cada vez más oblicua. El hombre es, decididamente, invisible. Con más fotogenia que fotografía la ciudad cambia al ámbar. Se detiene. Ante el semáforo captura una idea (el hombre es mucho de cazar ideas, guiarse por ellas); la porción de vida bajo su mando mengua hacia el ocaso mientras el resto engorda las celdas de los años. El bordillo le resulta inabarcable; la piel de cebra es arena movediza. Tras el esfuerzo el parque se abre ante él, no lo encuentra. El espacio es un telón ante su vista. Y si alguien se lo preguntara él juraría que aquella pradera nunca estuvo allí adonde llega ahora con su rumbo.

La loma está poblada por los ruidos de los jóvenes, las mascotas de las personas. La distracción calienta el aire; el hombre se estremece brevemente, los filamentos de la jarana le arden como el hielo. Las hojas de los árboles aún desaguan el resto de la lluvia, el barro de ceniza salpica el pedrerío y la gente se lo lleva puesto en los traseros, en las perneras. Las manchas le despiertan envidia, la de llevar esas manchas sin el pudor; incluso enarbolándolas. Pero no hay fraternidad en el desprecio. Ellos sacuden sus vidas a bocados, sin decoro ni organización, mientras él espera la suma de todas las sobras. Asume el riesgo y camina entre la gente, olvidando por momentos un camino. Bordea la cuesta hasta trepar a un templete vacío; la animación se escucha más arriba, detrás de la construcción de ladrillo arcilloso. La mancha de cabezas se nutre a medida que se acerca imantado por el desdén de ser uno más. Hay personas dispuestas en forma de herradura de brazos largos; dos o tres filas estiran el cuello para ver, parecen llevar tiempo con la postura. Las voces son de exclamación, una onomatopeya tras otra mezcladas con las palmas de los más entusiastas. La cabeza de un perro pasa volando.

Un muchacho en bermudas saca piedras de una bolsa de lona y las arroja con fuerza desde la panza de la herradura, flanqueado por la muchedumbre. Mientras, los dos animales corren hacia lo alto, siguen el objeto con la vista y lo atrapan en el aire con precisión circense. Se escucha el chasquido de las fauces contra los trozos de roca e inmediatamente después, las onomatopeyas del público. Los saltos de los perros revelan una habilidad no común; se llamarían piruetas si hubiera una carpa sobre sus cabezas. Uno de ellos parece arrastrar el protagonismo, se revuelve en el aire como un látigo, da vueltas sobre sí mismo y aterriza con firmeza sobre el suelo, donde espera el vuelo de la piedra; el otro es mayor y acompaña; si acaso lo ayuda a impulsarse, a localizar algún objeto que el muchacho arroje con torpeza. Cada tanto los perros se frotan lomo con lomo; de lo contrario el hombre pensaría que se odian. Las sombras de la gente amuchada están a ras del suelo y se confunden con las de los árboles. Los perros saltan sobre ellas y las cubren con las suyas, alargadas por el vuelo. 

El muchacho de las bermudas aflauta notoriamente la voz cada vez que ordena. El hombre piensa en ultrasonidos, en frecuencias inalcanzables para los humanos. Las órdenes son por lo general monosílabos, aunque al poco se descubre que las voces del instructor mezclan imperativos con los dos nombres: Maza, el protagonista, la cabeza feroz del cerbero; Zama, en un segundo plano, de soporte técnico en los arabescos de Maza. El hombre piensa que los perros no saben a cuál de los dos llama el muchacho, y que se mueven por un instinto que los presentes tampoco alcanzan a descifrar. Por un momento se tiene la sensación de que nadie sabe por qué está allí; ni siquiera los perros, que no reciben azúcar ni recompensa tras los firuletes. El aire cambia a opaco con una pena sencilla. Algunas personas mayores empiezan a marcharse, los trajes tristes de tanto domingo; el hombre no tiene quién lo espere; intenta alisarse la ropa, siente un rayo de frío. La luz natural se hace egoísta y apenas alumbra. Las sombras son ya perpendiculares, se proyectan hacia la construcción de ladrillo, y más allá hacia el centro de la ciudad, con ánimo de infinito.

Por primera vez es Zama el que sigue el vuelo; trota, no corre, y deja rodar la piedra antes de hincarle los caninos y destrozarla. Maza lo espera a medio camino, y al pasar se rozan los lomos a contrapelo. Zama se adelanta unos metros, se detiene frente al muchacho de voz aflautada. De las fauces abiertas le cuelga algo.

–Ya es la hora –le dice Zama al muchacho mientras este recoge las piedras y las guarda en la bolsa de lona. La voz es grave. Como los perros que hablan en las películas.

Alejandro Feijóo





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