A todo esto, la cuerda presenta
ya la clásica hondonada; el peso de lo húmedo. Abajo, un vacío castaño se
aclara a medida que sus contornos enraízan en el color. Aunque experto en
estrategias, el hombre se libera de ataduras (es la Mañana y queda tiempo para
ir muriendo) y deja simplemente que el motivo Tamaño rija el orden y la ropa,
del mínimo calcetín de recién nacido al largo camisón que cubre ocasos de
firmeza. Pero una camiseta de mangas largas se cuela entre otras sin esos
apéndices y rompe la progresión de menor a mayor. El desliz provoca el ansia,
las quijadas se endurecen y una mueca de la boca empuja a un broche al
suicidio. La parábola es corta, el objeto se retuerce varias veces sobre su eje
hasta dar contra una techumbre embarrada por la lluvia de ayer. El hombre
divisa que el objeto permanece intacto, sigue siendo pinza, broche, objeto con
finalidad. (El hombre vive equivocado y cree que para Algo se viene a este
mundo; piensa que si en el broche hubiera un cuerpo la techumbre sería tumba.)
El hombre cede, recupera parte de
la cuerda ya usada y descuelga un par de piezas hasta dar con la camiseta de
mangas largas, origen del tumor en la línea armónica de esa mañana. Un vistazo
al recipiente de la ropa húmeda le recuerda que la pulseada metafísica no ha
hecho sino empezar. La familia del hombre aún duerme, y al hombre le gusta
pensar que eso es la soledad, un terreno donde la queja se va novelando hasta
desprenderse de la mañana, de un martes más, de la camisa vuelta del revés:
territorio donde hasta el ruido es ficción. (Dichos márgenes resultan hartos
más estrechos de lo que el hombre cree.) Pero el señuelo le permite hacer
novela de todo, hasta del hombre que se cree un ser humano con ropa húmeda de
fondo. El conflicto se ensaña cuando el hombre se sale del universo para
contarlo, porque al recipiente que contiene todas las cosas (La Palabra) le
faltará el hombre que se ha salido para contar. Insoluble en el perímetro de la
lógica, el dilema anima una versión del hombre que hace de su propia ausencia
motivo de jolgorio.
Así, fuera de sí mismo para verse
(El Nombrar) escoge prenda por prenda sin mirar el barreño, convencido de que
al azar se lo esclaviza con apuestas vanas. El hombre contiene la teoría de
vincularse con la casualidad como con un corredor de fondo, a quien no basta
vigilar para sostener un deseo de victoria; se trata más bien de una lenta
demolición, saciar su hambre de Todo a golpe de alma, saltar al abismo de lo
posible y rajar sus carnes con esquirlas del espejo.
Con estas garantías, ocurre que
al pantalón corto del chico lo sucede el bluyín del caballero con la misma
naturalidad con que la sangre brota de una herida, allí donde no hay azar
porque el caos se hizo historia.
La tentación de espiar el barreño
y violar el contrato lo mantiene en tensión. Se ayuda del horizonte de bloques
de cemento; el sol se hace rojo entre aquellos prismas. Otro pantalón largo,
dos toallas de mano cuya extensión emparda a las perneras y el mantel a cuadros
hacen de la serie Tamaño al azar un éxito rotundo. Dentro se escucha el llanto
del bebé, un rezo sin nombres que también habla del amor o la fiebre o una
ausencia.
El hombre toma aire y tantea la
última prenda, pegada al plástico por el agua de las demás. El camisón largo
gotea sobre el suelo y por un instante arrastra el polvo de pisadas o restos.
Tira de él con destreza y del salto la tela casi acaba en la cuerda. Se sabe
ganador y el bebé reclama: dos circunstancias siamesas que lo empujan al error.
(El azar se sacude las esquirlas. El brillo es Distracción.) La pinza cede de
sus dedos, el muelle se dispara o quién sabe qué deseo de ser vuelo lo
atropella. El camisón va camino de acabar boca abajo en el charco de otros
patios.
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 13, LaYeta)
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