domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_13: Subjuntivo camisón

Amanece en la ciudad. Hay un hombre en la terraza. Hay ropa para tender. Una serie que se rompe a partir de un camisón que, en su imperfecta ubicación, pone patas para arriba el hueso de este relato.

Sería un placer ver al hombre colgando la ropa: medio cuerpo más allá de la ventana asomado sobre un vacío breve; las pinzas en la boca; un día que despunta en ese barrio y los demás. Se paladearía (el placer) si el hombre fuera en el Tiempo el Ser que invoca su nombre en el papel. Pero él es únicamente lo que de sí se imagina: líneas que trazan letras que forman palabras que incendian un sentido que ya fue otro antes de arrodillarse ante la convención del sustantivo. Para entenderse: el hombre no cuelga la ropa. Tampoco enferma o ama. Si fueran permitidas las licencias demiúrgicas, se diría que no dejará de ser sino hasta el punto final. Y así, el colgar la ropa y el dirigir los destinos de una especie son tareas de un solo día, de un rato de mañana de jueves. Y así (como un dios avaro) conoce aquello que aún no ha venido y que para él no es sino espejo y cansancio. Mientras el amanecer sigue su rumbo al amor o la enfermedad.

A todo esto, la cuerda presenta ya la clásica hondonada; el peso de lo húmedo. Abajo, un vacío castaño se aclara a medida que sus contornos enraízan en el color. Aunque experto en estrategias, el hombre se libera de ataduras (es la Mañana y queda tiempo para ir muriendo) y deja simplemente que el motivo Tamaño rija el orden y la ropa, del mínimo calcetín de recién nacido al largo camisón que cubre ocasos de firmeza. Pero una camiseta de mangas largas se cuela entre otras sin esos apéndices y rompe la progresión de menor a mayor. El desliz provoca el ansia, las quijadas se endurecen y una mueca de la boca empuja a un broche al suicidio. La parábola es corta, el objeto se retuerce varias veces sobre su eje hasta dar contra una techumbre embarrada por la lluvia de ayer. El hombre divisa que el objeto permanece intacto, sigue siendo pinza, broche, objeto con finalidad. (El hombre vive equivocado y cree que para Algo se viene a este mundo; piensa que si en el broche hubiera un cuerpo la techumbre sería tumba.)
     
El hombre cede, recupera parte de la cuerda ya usada y descuelga un par de piezas hasta dar con la camiseta de mangas largas, origen del tumor en la línea armónica de esa mañana. Un vistazo al recipiente de la ropa húmeda le recuerda que la pulseada metafísica no ha hecho sino empezar. La familia del hombre aún duerme, y al hombre le gusta pensar que eso es la soledad, un terreno donde la queja se va novelando hasta desprenderse de la mañana, de un martes más, de la camisa vuelta del revés: territorio donde hasta el ruido es ficción. (Dichos márgenes resultan hartos más estrechos de lo que el hombre cree.) Pero el señuelo le permite hacer novela de todo, hasta del hombre que se cree un ser humano con ropa húmeda de fondo. El conflicto se ensaña cuando el hombre se sale del universo para contarlo, porque al recipiente que contiene todas las cosas (La Palabra) le faltará el hombre que se ha salido para contar. Insoluble en el perímetro de la lógica, el dilema anima una versión del hombre que hace de su propia ausencia motivo de jolgorio.
    
Así, fuera de sí mismo para verse (El Nombrar) escoge prenda por prenda sin mirar el barreño, convencido de que al azar se lo esclaviza con apuestas vanas. El hombre contiene la teoría de vincularse con la casualidad como con un corredor de fondo, a quien no basta vigilar para sostener un deseo de victoria; se trata más bien de una lenta demolición, saciar su hambre de Todo a golpe de alma, saltar al abismo de lo posible y rajar sus carnes con esquirlas del espejo.
    
Con estas garantías, ocurre que al pantalón corto del chico lo sucede el bluyín del caballero con la misma naturalidad con que la sangre brota de una herida, allí donde no hay azar porque el caos se hizo historia.
    
La tentación de espiar el barreño y violar el contrato lo mantiene en tensión. Se ayuda del horizonte de bloques de cemento; el sol se hace rojo entre aquellos prismas. Otro pantalón largo, dos toallas de mano cuya extensión emparda a las perneras y el mantel a cuadros hacen de la serie Tamaño al azar un éxito rotundo. Dentro se escucha el llanto del bebé, un rezo sin nombres que también habla del amor o la fiebre o una ausencia.
    
El hombre toma aire y tantea la última prenda, pegada al plástico por el agua de las demás. El camisón largo gotea sobre el suelo y por un instante arrastra el polvo de pisadas o restos. Tira de él con destreza y del salto la tela casi acaba en la cuerda. Se sabe ganador y el bebé reclama: dos circunstancias siamesas que lo empujan al error. (El azar se sacude las esquirlas. El brillo es Distracción.) La pinza cede de sus dedos, el muelle se dispara o quién sabe qué deseo de ser vuelo lo atropella. El camisón va camino de acabar boca abajo en el charco de otros patios.


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