“¡A la mesa!”, gritó mamá. Y todos corrimos con papel y lápiz a lavarnos
las manos en la belleza sencilla de la cebolla y el congrio
Desde los púlpitos soviéticos, la
bocha lustrosa de Lenin temblaba de emoción al declarar la violencia como la
partera de la historia. Lo que en realidad significaba el intenso de Vladimir era
que en la cocina de la humanidad bullían los guisos de las bayonetas
condimentados por la clase social que protagonizaría el porvenir. Las cosas
después se fueron torciendo, sería inútil negarlo, y los humos de la antítesis
hoy ennegrecen aquello que irremediablemente acabará por no llegar nunca.
Es probable o seguro que algunos
de los poetas que leerán a continuación abrazaran o hayan abrazado el
leninismo. Es igual. Lo importante es que en la cocina de sus poesías refulgen
los verbos precisos, los adjetivos cortados en juliana, las sinécdoques a la maryland.
Pues cuando un poeta dedica temáticamente sus creaciones a la comida y su
proceso de elaboración está en realidad duplicando la metáfora: la cocina está
en el poema que a su vez se cocina en la palabra. Doble sazón de lo inasible,
doble arquetipo de la papila gustativa.
Quienes esto editamos no sabemos
mucho de fogones ni de deslumbramientos verbales, aunque nos gusta creer que
nos arreglamos bastante bien en ambas materias. Tampoco somos gente violenta,
aunque algunas canas tengamos por haber dejado de gritar. Por ello, con la
llaneza del comensal convidado en mesa ajena, los invitamos a compartir estos
versos heterogéneos en tiempo y forma, pero comúnmente construidos desde el relamerse
y su posterior asombro. Si Lenin hubiera sabido que la partera de la historia cabía
en un cucharón, por ahí hubiera conservado algo de su cabellera.
Alejandro Feijóo
(Publicado
en Esto No
Es Una Revista, número 23: El Cocinero)
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