domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_19: Un día perfecto para el pez tigre

Una niña, una sombra del pasado y un piano dibujado con tiza se funden en este homenaje al célebre relato de J. D. Salinger. 

El sol cae en picado sobre la calle muerta. La sombra de las rejas, los arbustos, la propia Silvia, apenas se contornean a esa hora sobre la calle. No hay más movimiento que el de las formas vacilantes que desprende el asfalto al crepitar. Ajena al infierno, Silvia interpreta una pieza posando sus dedos sobre las teclas de un piano dibujado con tiza sobre las baldosas calientes. La niña se encuentra frente a su casa, ni lejos ni cerca de la puerta; el calor nubla las distancias; las cortinas amarillas siguen inmóviles tras la ventana, al final del camino de piedra. Silvia las mira sin mirar, atenta a la señal de su madre cuando termine de hacer las cosas de mayores que la obligan a jugar en la calle a esta hora de locos. No, cuando ella salga a buscarla no le enseñará la canción que suena en las baldosas.

La sombra del abrigo mancha las teclas, pisa los dedos de la chica. 

–Me gusta. ¿Qué canción es? 

La voz del hombre suena solemne pero apagada. Ella responde sin pasión. 

–Llamaré a mi madre.
–Bonito título, Silvia. ¿Ella también toca el piano?
–¿Cómo sabes…?
–Muchas veces. La he oído tocar muchas veces.
–Que me llamo Silvia… Yo no sé tu nombre. 
–Porque soy artista. Es mi trabajo. 
–Mi mamá ya no toca más –Silvia pasa las yemas entizadas por el bordillo, los contornos de las teclas empiezan a confundirse–. ¿No tienes calor?
–Un poco sí –admite el hombre, las manos apretadas en los bolsillos–. Pero hoy es un día importante. Hoy voy a verlo después de mucho tiempo. Debemos ponernos al día y eso lleva su tiempo.
–¿Y adónde vas?
–Al río.
–¿Vives en el río?
–No, voy hacia allí. Te he dicho que me espera el pez tigre.

Silvia cree ver algún movimiento en la casa pero las cortinas son columnas. 

–Yo lo he visto en la tele.
–Es imposible. Él no sale en los programas. Estás equivocada. 
–¿Es el que ruge como un tigre? 
–No. No es él. Lo siento. ¿Te gustaría conocerlo?
–No puedo. Mi madre me ha dicho que no hiciera ruido. 
–Deja el piano entonces. Se escucha por todas partes. Despertarás a tu madre, a su amigo, a toda la calle.

El hombre comienza a alejarse.

–Debo darme prisa o aquello se llenará de gente. 

Calle abajo su cuerpo parece inclinarse más hacia un lado, como acostumbrado a la cojera. Sin dejar de andar vuelve la cabeza.

–Adiós entonces –dice.

Frente a él la calle se estrecha; la pizarra de los techos se convierte en teja y los terrenos se hacen pastizales. Con la vista al frente escucha los pasitos que se acercan, levantando arena.

–Vamos, debemos darnos prisa –dice el hombre sin mirarla.
–Es ella la que quiere. A mí no me gusta tocar el piano. 

***

La mujer se agita con los ojos todavía cerrados. Tiene el pelo pegado a la cara, el sueño en la boca seca. La oscuridad es amarilla, como las cortinas. Se ha dormido unos minutos, no más, pero el hotel aparece nítido, las dos señoras peinadas, la gran lámpara del techo. Parecía de otra época el sueño, como antiguo. Había mucha gente, ella estaba allí y no encontraba el teléfono; estaba allí con su madre y dos señoras peinadas, sin poder llamar.

El sudor de la sábana le da frío. Sin moverse busca algo. La camisa de él, almidonada, raspa como una lija. 

***

Silvia juega a hacer morisquetas; busca tocarse la nariz con la lengua. El hombre habla poco. 

–¿Por qué caminas raro? –le pregunta ella con los labios brillantes. 
–No es raro. Es rápido. Además me encanta mirarme los pies.
–¿Eres artista de la tele?
–En la televisión no hay artistas. 
–¿Y entonces por qué no te gustan los perros?
–Déjame pensar, por favor. Si quieres venir tienes que concentrarte. 

Las casas han quedado atrás, la calle se hizo camino. Delante de ellos, una loma rala y la bajada final sobre la que ya no brilla el sol.

Silvia se pone a pensar también pero enseguida recuerda algo importante. 

–Yo sé pescar.
–Nosotros no vamos a pescar. 
–Mi padre pescaba.
–El pez tigre no se pesca.
–¿No se pescan?
–No se pesca. Es uno. El pez tigre está solo.
–Habías dicho que eran seis.
–¿Que eran seis qué?
–Los peces mágicos.
–Yo no he dicho nada de eso. 
–Sí lo has dicho.
–Será por el abrigo. Este calor.

El hombre aprieta las manos en los bolsillos. La soga parece resbaladiza. Sonríe, por primera vez en meses. Se seca el sudor antes de hablar.

–Hoy es un día perfecto para el pez tigre. 
–…
–Bah, en realidad cualquier día puede serlo.
–¿Falta mucho?
–¿A qué te refieres?
–No quiero caminar más. 
–Ya llegamos. Cada vez falta menos, mi vida. 
–Quiero volver.
–Tranquila. No te sientas mal por divertirte. 

El sollozo le tuerce la boca. Pero es la orden del hombre lo que le ahoga el llanto. 

–Tú no te sueltes. 

***

La mujer se levanta con cuidado de no despertarlo. Su camisa blanca es enorme y le cubre por completo las manos. Se acerca a la ventana y abre las cortinas apenas para espiar. La luz le astilla la vista. Tarda en definir los contornos del camino de piedra, las rejas y la calle vacía de su hija. Quizá haya dormido más que uno o dos minutos. Quizá el placer indujera un sueño así, lleno de cosas vacías. Quizá debiera despertarlo y decirle que se marche. Quizá debiera llamar a Silvia, merendar juntas como hacían antes. 

Otea desde el vano de la puerta y baja los escalones. Las piedras del camino hierven bajo las chanclas. Un poco de puntillas alcanza a divisar el piano dibujado sobre las baldosas; el juego favorito de Silvia. Aunque las teclas borroneadas más bien parecen las rayas de un animal. 

Alejandro Feijóo



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