A cuarenta años de su
aparición, Artaud se revela como un disco que se apoya en el pasado para lanzar
al futuro un antídoto contra todas las vilezas de este mundo.
Como
todo el mundo sabe, en 1973 pasaron en el mundo muchas más cosas que aquel
campeonato Metropolitano conquistado por Huracán. Algunas fueron cosas malas y
otras, buenas; aunque muchas de estas últimas se pasaron al otro bando al caer
envilecidas por el olvido o la derrota. En concreto, en el mes de octubre de
aquel año empezaba y terminaba la Guerra de Yom Kipur, Chile se desangraba bajo
el borcego pinochetista y Perón asumía por tercera vez la presidencia del país.
En medio de tanto disparo de mortero de la realidad, Spinetta se dejaba caer
con ese fresco poético titulado Artaud,
un disco que pese a la convención historiográfica que lo atribuye a Pescado
Rabioso marcaba el inicio de lo que sería su carrera solista tras Invisible y
Jade.
Artaud necesita poco más de media hora para
tejer una urdimbre lírico-musical que muchos han acabado calificando como el
mejor disco en la historia del rock nacional. La atribución de un cetro de
estas dimensiones puede explicarse por motivos varios: el hermetismo conceptual
del disco; su complejidad poética; la ampulosidad de la propuesta y, a la vez,
la austeridad del arrojo; la naturalidad con que se incorporaron al corpus
ordinario versos como “qué calor hará sin vos en verano”, invocaciones como
“sube al taxi nena” o ruegos como el de darle al niño “el áurea [sic] misma” de
un sexo; por sobrevivir como un poliedro ante las explicaciones wikipédicas y bidimensionales; por los
picos metafóricos de “Cantata…” o los trazos de escritura automática de “Por”;
en definitiva, por ensamblar el experimento con una precisión prolija y
artesanal.
Son
precisamente muchas de estas virtudes (eso que hoy se ensalza como “la poesía
de Luis”) las que a Spinetta le costaron algunos, digamos, recelos durante los
años pesados del plomo y la polarización. Resultaba más bien difícil
identificar en sus canciones una adjetivación politizada y de explícito apoyo a
las causas populares, y la sombra de flacidez ideológica lo acompañó hasta que
Maribel se durmió. Hay que entender también a la muchachada: en 1973, año de
los sueños posibles y las tragedias reales, Spinetta cantaba que no estaba
“atado a ningún sueño”, lo cual resultaba de un inadmisible reduccionismo/revisionismo/regorilismo
(táchese si algo no corresponde). El libro Galimberti.
De Perón a Susana. De Montoneros a la CIA (M. Larraquy y R. Caballero)
ilustra la sospecha con una anécdota tan conocida como deliciosa. Fugazmente
cercano al grupo JAEN (Juventudes Argentinas para la Emancipación Nacional),
Spinetta no participaba de ciertas rigideces ideológicas, en especial las
relacionadas con las sustancias estupefacientes. En una reunión del grupo se
decidió que sus militantes no debían consumirlas, a lo cual el músico respondió
levantándose y encendiendo una agujita junto a la ventana. El debate continuó
brevemente: el flaco ese debía ser expulsado. Pero cuando lo buscaron para
comunicárselo, “Spinetta ya se había ido”. Ese irse antes de que lo echen puede
significar muchas cosas. A algunos nos recuerda a ese mutis por el foro del
mundo que escenificó el mes pasado.
Artaud (1973, Talent/Microfón)
Alejandro
Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 19: El Pescado)
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