El hombre se enfrenta a uno de los más temidos momentos en la vida de un sujeto: el encuentro con el dentista.
Hay bullicio en la sala. Varios hermanos latinoamericanos esperan sus turnos. Pienso que solo uno es paciente y los demás, acompañantes. O no; niños, padres y hasta abuelos, un pack familiar, el plan de cuotas que hay en los carteles de la entrada. La boca es una sola, y eso cuesta. Incluso para el inmigrante, treinta por ciento de desempleo, la red de contención con agujeros grandes, la vuelta a casa como un espejo que deforma.
Casi sin darme cuenta voy por el pasillo detrás de la asistenta; ella también es hermana. En otras circunstancias apreciaría su andar tropical, pero hoy no, ni siquiera llamándome “mi ángel”, esa confianza caribeña. Aparece la doctora, igual de joven que la semana pasada, y me hace sentar, mientras yo pienso firmemente en que el temblor (el mío) es posible. Los detalles cobran todo su valor cuando el spray me enfría la encía, y el fantasma del pinchazo se hace de telgopor. La anestesia no tarda en empaparme por dentro y en un par de minutos sé que habrá pasado Tyson por mi mandíbula. A mis espaldas la asistenta prepara los artilugios, escucho ese metal que se mezcla con las canciones tontas de la radio que salen por las ranuras del techo; ahora los altavoces son ranuras.
Cualquiera que haya pasado por esto sabe que la clave está en abrir la boca y contar las muescas del techo. Me cuesta entender cómo es posible que la doctora hable de la moto de su novio, del tráfico de Madrid, del programa que vieron anoche por la tele, mientras el nervio de mi segundo molar se resiste a su triste, solitario y final. La pausa del torno (y pasa un ángel) coincide con la señal horaria. ¿En todas las radios del mundo hay noticias a las en punto? Una voz feliz me recuerda las pensiones congeladas, la rebaja de sueldos, el IVA que vuelve a venir, el esfuerzo de todos. Y para arropar a este sándwich de realidad, el pan de la música tonta.
Aunque más vieja que hace cinco minutos, la doctora vuelve a la lucha con bríos renovados. En nada tengo varios dedos dentro de mi boca. Ahora la charla entre ellas no es de motos ni de programas. Va de relicarios y medallas. La asistenta lleva una colgada al cuello. “Estos son los cinco míos –escucho que dice– y este es el angelito que se me fue al cielo”, y hasta detecto algo de emoción. No escucho la respuesta de la doctora, no sé siquiera si la hay: mi molar claudica y ya es pieza muerta, otra muesca en la culata del torno. Tampoco estoy para muchas apariciones, más bien quiero desaparecer, velar a mi nervio como merece un buen luchador, llenar este vacío, dar cuenta de un bocadillo de jamón con el molar provisional cuyo alquiler me cuesta treinta euros. Hasta la semana que viene, digo y escucho. Y más que saludo es convención.
Camino de vuelta a casa. En la calle hay hombres oscuros que deberían estar trabajando. Pienso que ellos piensan lo mismo de mí. No sé por qué pero apuro el paso. No es dolor lo del diente, ahora menos que nunca, si al ángel de mi nervio lo llevo radiografiado en el bolsillo. Pero lo del miedo está dudoso.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 1: El Agua)
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