Confusa en su origen, la herida marca al hombre un camino que no deja opciones a la redención ni a otras máscaras.
Un mes después el hombre acude a una entrevista de trabajo. Lleva un maletín. Cualquier persona no joven diría que es un maletín moderno. No carga papeles en él; con ningún papel está lleno el maletín. Al sentarse lo apoya en su regazo, no acostado sino de pie sobre la herida, con las costuras escarbando. Es lo mejor para conservarla en forma, mantener su tensión de herida. El hombre no es necio, sabe que la herida no le dará ni le quitará el puesto (cómo vincular heridas con sujeto y predicado). Pero teme que en el cuántico caso de que el entrevistador mencione la herida él no sabría responder por qué yace bajo el canto de un maletín vacío de papeles. La idea de ser descubierto lo descentra, y el candidato pierde sus opciones. La secretaria que lo despide no puede evitar una mirada furtiva. La herida supura.
El hijo del hombre descubre la herida, tiempo más tarde. El niño no pregunta, pero con los ojos interroga. El padre dice que no es nada, nada más que los vestigios del tiempo surcando el universo finito del cuerpo; o algo similar a eso. El propósito es anular el trauma, mitigar el impacto diluyéndolo en la trampa del tiempo. Pero la evasiva no le quita el susto al niño. La herida es ya una llaga ligeramente espumosa. El hombre, que se mueve con soltura en el conflicto entre el sacrificio y la recompensa, sienta a su hijo en una pierna (la otra ya no admite peso) y le cuenta el cuento del origen la herida. ¿Quieres saber cómo empieza?, le pregunta. Érase una vez un pétalo dormido.
El tercer cumpleaños de ella pasa como cualquier otro día. Cuando el hombre abre los ojos la herida lleva varias horas despierta. En los últimos tiempos ha hecho gala de una movilidad precisa y elegante; aquel pantano que un día encharcaba el muslo puede ser un estigma enterrado en las encías como un tajo que horada la planta del pie, las axilas. El hombre ha perdido peso, sobrevive con migajas y lleva meses sin ver a su hijo. Esa mañana la herida sigue donde antes, anclada en el centro de la espalda (el hombre moja la almohada al dormir). Ladea la cabeza; los ojos ansiosos buscan su cuerpo repetido en el catre. Para verse la herida ha dispuesto espejos de cuerpo entero que duplican sus movimientos. Fuera de ese cuarto el mundo resulta hostil. Dentro, el vaciamiento dicta una lógica implacable, dura de escoltar pero rica en recompensas. Tal vez mañana la herida anide en terrenos menos fértiles para el castigo. Y los espejos se conviertan en sábanas o mortajas.
Al filo del olvido, a punto de entrar en la historia de la arena, el hombre echa la vista atrás. Lo que había antes de la herida (si fue que hubo lo que fuera) es nieve sobre las llamas, pavesas heladas cayendo sobre una tarde de verano. Si acaso resuena un nombre, la palabra de una cosa que hace eco un rato y luego no está. Antes y después reina la quietud de la herida. Hace ya mucho tiempo que no hay cómo definir una forma. El dominio es tal que hombre y herida son una misma herida.
El final los encuentra abrazados o como se llame esa derrota. Podría haber tristeza si aquello se entendiera como un fundido en negro. Sí lo es para el hombre, hundido ya en toda la nada de haber sido. La herida, en cambio, no tarda en ocupar el relato de otro sueño.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 22: El Loco)
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