jueves, 2 de febrero de 2017

La forma inicial

Lupa del entomólogo en mano, Ricardo Piglia recorre la anatomía del relatar desde la caverna de ayer hasta el byte de mañana

Somos hijos del relato (escrito sea sin mayúsculas ni intención hegemónica). Hijos del relato del padre, al borde de la cama, de la botella o de la tundra; hijos del relato que, por no ser contado, se apunta bajo la almohada, bajo un álamo, bajo las chapas; hijos, al fin, de todas las versiones del relato atávico que revela aquello que creeremos haber incorporado motu proprio, con la vanidad que da el volver la espalda al mito. Esta filiación nos condena a un relatar constante, a perseguir la duda que se esconde tras la respuesta. Así, entre el streaming obligado de la caverna y el bloguero narcisista transcurre la literatura. Tanto su escritura, la experiencia del apoderamiento del lenguaje, como su lectura y sus modos de descifrar.




De ello y de sus renovaciones se ocupa Ricardo Piglia en La forma inicial. Lo hace en una edición que suma a una anterior varias piezas nuevas, entre ensayos, entrevistas, diálogos y conferencias. Esta diversidad se congrega tras una oralidad que arrima al lector el discurso de Piglia. Y no porque este ejerza con los alardes de la erudición, más bien discurre prolijo y no sin didáctica. El formato conversación reubica a quien lee en la platea del oyente, lo cual acaba otorgándole una comodidad que no siempre se encuentra ante un trabajo de crítica literaria al uso.

Asumiendo la convención bíblica de que en el principio era el verbo, Piglia establece dos grandes modos de narrar: los que se originan a partir del viaje y a partir del enigma. En el primer caso, un viajero primitivo “sale del mundo cotidiano, va a otro lado y cuenta lo que ha visto, la diferencia”. En el otro, el adivino de la tribu construye una narración partiendo de vestigios que es necesario comprender, “y descifrarlos es construir un relato”. Ambos modos de narrar crean sus propios héroes paradigmáticos: Ulises, quien añora su tierra, y Edipo, en tanto descifrador de un enigma que lo tiene como principal protagonista. Aferrados a este binomio, y a sus múltiples derivaciones, se desarrolla la historia de la literatura. Aunque Piglia elude hablar de evolución literaria: “Digamos que hay transformaciones, cambios, repeticiones, virajes, pero no me parece que haya que verlo como un progreso. […] Lo que se aprende a medida que se escribe es lo que no se quiere hacer, en eso todos los escritores somos como el copista de Bartleby de Melville. Preferiría no hacerlo es una buena definición de la poética de un escritor”.

Pero no solo de reconstrucciones históricas vive el crítico literario. La mirada que Piglia arroja sobre el hacer literatura hoy en día y, en particular, sobre los condicionantes que las nuevas tecnologías ejercen sobre el escritor actual completa y complementa su vasto verbo sobre Macedonio, Arlt, Onetti, el género policial y tantas otras de sus pasiones. La aceleración es signo de los tiempos. Pero la aceleración no es signo de la literatura. Para Piglia, la lectura literaria es un trabajo de artesanía que le permitirá al lector ir más allá del registro literario para acceder a esa “manera particular de descifrar el sentido”. A modo de resumen de este axioma, Piglia se vale del decir popular para corregirlo: “Cuando se dice que una imagen vale más que mil palabras lo que se dice es que una imagen es más rápida que las palabras. Para leer mil palabras se necesita un tiempo, porque hay que leer un signo y otro signo y otro signo. Mientras que el desciframiento de la imagen es absolutamente inmediato e instantáneo”.

Esta suerte de esclavitud a la velocidad deriva en modos literarios que resultan poco literarios. La “sensación de precariedad” que daba la escritura caligráfica ha dado paso al entusiasmo que generan “los márgenes y los espacios uniformes, y los cambios de letra”, explica. “Uno se da cuenta enseguida de que los que escriben en la computadora están muy entusiasmados con su prosa porque la ven ordenada en la pantalla”. La omisión de la necesidad de un ordenamiento espacial, predeterminado por la informática, genera una nueva omisión: la del paso previo por la lectura (por la lectura artesanal) del texto, sustituido por la voluntad de ser interpretado, y ya no leído.

Alejandro Feijóo


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