jueves, 2 de febrero de 2017

La viuda

Me enamoré de la viuda al instante. En realidad la amaba de antes, quizá de alguno de los sueños que no alcanzan el recuerdo; seguramente de los libros que su marido escribiera para ella, esclavo de su contorno ceniciento. En cuanto la vi sentada a la mesa del bar, pude comprender lo que a lo largo de muchos volúmenes no había llegado a imaginar. Paso siempre por ahí, una esquina entre mi casa y el parque de árboles donde solía leer. Del trabajo ya no soy, desde que el coche de un pobre diablo y yo nos atropellamos; él no pudo detener la marcha; yo creí que esas cosas nunca me pasarían. 


Desde entonces cargo con esta pierna que no sabe apoyarse. Los médicos no apostaron por mí, pero como a eso estaba acostumbrado vencí sus mezquindades, las mías y las de mi pierna. Ahora me pagan por ser tullido. Cada día estoy mejor. Ir hasta el parque donde leo es mi trabajo, y cansa y me hace bien: leer, elegir el banco que repito todas las tardes, volver cuando el rocío humedece mis hombros. Mujeres siempre hubo, porque dinero no falta para eso. Lo del amor ya es otra cosa. Por eso, ver a la viuda frenó mi paso de inmediato, aunque la pierna mala tardara en responder. Andaba de rutina en rutina; cualquier baratija del pensamiento podía casarme y así ocurrió. Estaba distraído, y eso no era malo. Hacía calor; me apoyé en el bastón, que para eso está.

No sé si fue el eco de su actitud esquiva, con los ojos en el ventanal ella no miraba a ningún lado; o el brillo metálico de su pelo, que reconocí como el de la portada del último libro de su esposo. Yo entendí que ella aparecía allí porque estaba ayudándole a morir; y eso me gustó, de él. Por un momento estudié su perfil, más recto que en la fotografía, más escarpados los pómulos; una sombra en vertical trazaba una frágil frontera oblicua; sus cejas eran un límite de hilo de coser. Me amparaba el febril rumor de la muchedumbre, que en nada se fija: soy invisible, pensé. Ella pestañeaba como si tuviera todo el tiempo del mundo.

El ritmo de la glorieta me sumó su fervor, y el libro de tapas duras que llevaba para esa tarde cayó al suelo: estaba enamorado. Así lo entendí, yo que no tengo nada que perder. Debía entrar, detenerme frente a ella (estaba sola), preguntar si no reconocía en mí al lector que su marido decía crear. Decirle, Yo soy famoso porque él me comprendió, con el río de prosa que fue para Usted. No es lo mismo, pero una vez reconocí a un actor y por instinto saludé; él también lo hizo, con más vigor, como si yo tuviera la fama. Nunca creí que esas cosas fueran a ocurrirme.

De pronto la viuda hizo un gesto, desde la mesa de piedra hasta su boca de piedra. Inmóvil en su paréntesis, fabricó breves trayectos: de un labio a otro, desde el mentón equilátero al pecho restringido, del asa de la tetera al sorbo oriental; de la infusión a la memoria. Se veía que recordaba, aunque nadie reparaba en su presencia. Entonces recordé yo, un puente de hierro sobre un río turbulento. No sé si alguna vez he visto alguno, pero eso era lo que ella parecía. Si me moví no me di cuenta. Era viento el zumbido que me cegaba.

Debía entrar; fue la voluntad, que tanto aforismo soporta, la que ordenó esos instantes. Debía entrar, a escuchar citas precisas, a compartir las orillas que la muerte de su marido había unificado. Yo quería saber si la voz era parecida al hombre, o si es así de verdad (como él solía decir) que el cauce del arroyo iguala a Dios y al Demonio. Pero sobre todo quise entrar a mover mi vanidad, a ser yo un personaje de sus instantes. Por un momento temí que también ella se enamorara. Temí que la cópula me trajera una imagen absurda, de mujer desnuda de cuidados: la carne hecha manteca, el centro de su humedad como un animal aparte. La vi tendida sobre el colchón (el colchón mío) citando las leyendas que su marido le enseñara; la vi besando las costuras de mi ropa, cepillando mi pelo, contando mis monedas con un erotismo desgastado. La vi llorando, de pie en mi cocina, la pena de que su marido no supiera componer mujeres convincentes. Las manos me sudaron. Con todas mis fuerzas deseé igualar mis defectos a los de la viuda.

Me quedé perplejo durante una medida. Ella y su cabeza rotaron, como una catedral dentro de otra. Las perlas de sus ojos ya no revolvían el alhajero de su memoria. Entonces la vi, viéndome, detenida la caída de sus párpados en el centro del viaje hacia mí. Un instinto me estremeció, y tuve ganas de correr. Entonces subí el bastón. Llorando le disparé entre ceja y ceja.

Esto ocurrió un día. Desde entonces voy a otro parque, todo de cemento; los bancos no tienen respaldo. Hay veces en que me distraigo la tarde entera, mirando el puente que cruza sobre la alterada avenida. Por estos días ya no leo ni nada.

Alejandro Feijóo



No hay comentarios:

Publicar un comentario