Me
enamoré de la viuda al instante. En realidad la amaba de antes, quizá de alguno
de los sueños que no alcanzan el recuerdo; seguramente de los libros que su
marido escribiera para ella, esclavo de su contorno ceniciento. En cuanto la vi
sentada a la mesa del bar, pude comprender lo que a lo largo de muchos
volúmenes no había llegado a imaginar. Paso siempre por ahí, una esquina entre
mi casa y el parque de árboles donde solía leer. Del trabajo ya no soy, desde
que el coche de un pobre diablo y yo nos atropellamos; él no pudo detener la
marcha; yo creí que esas cosas nunca me pasarían.
Desde entonces cargo con esta
pierna que no sabe apoyarse. Los médicos no apostaron por mí, pero como a eso
estaba acostumbrado vencí sus mezquindades, las mías y las de mi pierna. Ahora
me pagan por ser tullido. Cada día estoy mejor. Ir hasta el parque donde leo es
mi trabajo, y cansa y me hace bien: leer, elegir el banco que repito todas las
tardes, volver cuando el rocío humedece mis hombros. Mujeres siempre hubo,
porque dinero no falta para eso. Lo del amor ya es otra cosa. Por eso, ver a la
viuda frenó mi paso de inmediato, aunque la pierna mala tardara en responder.
Andaba de rutina en rutina; cualquier baratija del pensamiento podía casarme y
así ocurrió. Estaba distraído, y eso no era malo. Hacía calor; me apoyé en el
bastón, que para eso está.
No sé
si fue el eco de su actitud esquiva, con los ojos en el ventanal ella no miraba
a ningún lado; o el brillo metálico de su pelo, que reconocí como el de la
portada del último libro de su esposo. Yo entendí que ella aparecía allí porque
estaba ayudándole a morir; y eso me gustó, de él. Por un momento estudié su perfil,
más recto que en la fotografía, más escarpados los pómulos; una sombra en
vertical trazaba una frágil frontera oblicua; sus cejas eran un límite de hilo
de coser. Me amparaba el febril rumor de la muchedumbre, que en nada se fija:
soy invisible, pensé. Ella pestañeaba como si tuviera todo el tiempo del mundo.
El
ritmo de la glorieta me sumó su fervor, y el libro de tapas duras que llevaba
para esa tarde cayó al suelo: estaba enamorado. Así lo entendí, yo que no tengo
nada que perder. Debía entrar, detenerme frente a ella (estaba sola), preguntar
si no reconocía en mí al lector que su marido decía crear. Decirle, Yo soy
famoso porque él me comprendió, con el río de prosa que fue para Usted. No es
lo mismo, pero una vez reconocí a un actor y por instinto saludé; él también lo
hizo, con más vigor, como si yo tuviera la fama. Nunca creí que esas cosas
fueran a ocurrirme.
De
pronto la viuda hizo un gesto, desde la mesa de piedra hasta su boca de piedra.
Inmóvil en su paréntesis, fabricó breves trayectos: de un labio a otro, desde
el mentón equilátero al pecho restringido, del asa de la tetera al sorbo
oriental; de la infusión a la memoria. Se veía que recordaba, aunque nadie
reparaba en su presencia. Entonces recordé yo, un puente de hierro sobre un río
turbulento. No sé si alguna vez he visto alguno, pero eso era lo que ella
parecía. Si me moví no me di cuenta. Era viento el zumbido que me cegaba.
Debía
entrar; fue la voluntad, que tanto aforismo soporta, la que ordenó esos
instantes. Debía entrar, a escuchar citas precisas, a compartir las orillas que
la muerte de su marido había unificado. Yo quería saber si la voz era parecida
al hombre, o si es así de verdad (como él solía decir) que el cauce del arroyo
iguala a Dios y al Demonio. Pero sobre todo quise entrar a mover mi vanidad, a
ser yo un personaje de sus instantes. Por un momento temí que también ella se
enamorara. Temí que la cópula me trajera una imagen absurda, de mujer desnuda
de cuidados: la carne hecha manteca, el centro de su humedad como un animal
aparte. La vi tendida sobre el colchón (el colchón mío) citando las leyendas
que su marido le enseñara; la vi besando las costuras de mi ropa, cepillando mi
pelo, contando mis monedas con un erotismo desgastado. La vi llorando, de pie
en mi cocina, la pena de que su marido no supiera componer mujeres
convincentes. Las manos me sudaron. Con todas mis fuerzas deseé igualar mis
defectos a los de la viuda.
Me
quedé perplejo durante una medida. Ella y su cabeza rotaron, como una catedral
dentro de otra. Las perlas de sus ojos ya no revolvían el alhajero de su
memoria. Entonces la vi, viéndome, detenida la caída de sus párpados en el
centro del viaje hacia mí. Un instinto me estremeció, y tuve ganas de correr.
Entonces subí el bastón. Llorando le disparé entre ceja y ceja.
Esto
ocurrió un día. Desde entonces voy a otro parque, todo de cemento; los bancos
no tienen respaldo. Hay veces en que me distraigo la tarde entera, mirando el
puente que cruza sobre la alterada avenida. Por estos días ya no leo ni nada.
Alejandro Feijóo
No hay comentarios:
Publicar un comentario