A la
salida Milena nos indica que ha acabado la visita al campo I y que nos
encontraremos en Birkenau. Como deseo resulta algo descorazonador.
F. me muestra una fotografía que ha hecho
hace un momento: yo entrando en la cámara de gas; voy en fila con otros que me
preceden y me suceden, me falta poco para pasar bajo el vano de la puerta. Yo
entrando en la reconstrucción soy un yo reconstruido; soy la explicación de un amigo de F. que fue
con él a Auschwitz.
Quiero aprovechar los últimos momentos.
Hago una docena de instantáneas a las alambradas. Lo sé, revisaré las fotos (en
un futuro cóncavo) y me arrepentiré de no haber retratado un ángulo obtuso más
de la valla, la torre de vigilancia a contraluz, el detalle de la púa oxidada
con el filtro macro.
Pienso también que todos hacemos
prácticamente las mismas fotos y nos agachamos en busca de la misma
perspectiva. El derecho a tener una visión personal contiene el precepto de no
ejercerlo. Esta vocación por conservar la visión de uno mismo al recordar es un
colchoncito, un formato que distancia lo inexplicado y acerca aquello que solo
encuentra nombre a través del mito, del bestiario bíblico.
Nos subimos a la ausencia mostrando el pasaporte de lo
verosímil. Es el espacio Schengen de los vivos.
La mayor
parte de vosotros debe saber qué significan 100 cadáveres, o 500 o 1.000. El
haber soportado la situación y, al mismo tiempo, haber seguido siendo hombres
honestos, a pesar de algunas excepciones debidas a la debilidad humana, nos ha
endurecido. Es una página de gloria de nuestra historia que nunca ha sido
escrita y que no lo será nunca[1].
Nosotros
hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra
generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo
que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser
que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración[2].
Después
de la guerra, para intentar explicar qué había sucedido, se habló mucho de lo
inhumano. Pues lo siento una barbaridad, pero lo inhumano no existe. Solo
existe lo humano, una y otra vez[3].
Divisamos
primero la combi y después al chofer entusiasta. Trota hacia el vehículo al
vernos. Aunque ya lo habíamos convenido, nos recuerda que iremos al campo II en
la combi. En inglés nos explica que hay un autobús que realiza el traslado,
pero suele ir lleno y la gente viaja muy apretada. Para subrayar de la que nos
estamos salvando, el conductor levanta un brazo como si fuera agarrado al
pasamanos y saca la lengua como si estuviera siendo aplastado por el resto de
pasajeros.
La
fachada de Birkenau me resulta imponente. Aunque sobran todas esas personas
que, como yo, la afean con su presencia, con su intermediación. Si acaso la
construcción me parece algo más pequeña que en mis expectativas. Como cuando
uno vuelve de adulto a la casa de sus padres y ve las
habitaciones menos profundas, el pasillo que acaba mucho antes de lo que
acababa en los ojos del niño. Pero más allá de la verja bajo el arco de entrada
se extiende un campo básicamente inasible.
Sin
buscarlo encontramos al grupo, la docena de personas que comenzamos a marchar
juntos hace dos o tres horas. La pertenencia me incomoda un poco. Reconozco al
matrimonio de las gorras. Son los dos muy altos, él lleva bermudas y una cámara
con un objetivo de un brazo de largo; camina desgarbado como un jugador de
baloncesto. Ella tiene el pelo teñido de rubio y un chaleco rosa pálido de esos
que se desmontan por las mangas.
No sé
qué esperamos pero todavía no es el momento de entrar. La rubia aprovecha el
bache para posar en las vías por las que entraban los trenes de ganado cargados
de judíos. Cierto, todos lo hacemos, pero como soy prejuicioso lo suyo me
parece patético. La rubia hace el ademán de llevarse las manos a la cintura,
pero el jugador de baloncesto le corrige la postura para que pueda verse a sus espaldas
parte de la explanada donde se hacían las selecciones. Ahora sí ella posa
sonriente. Después del clic bosteza[4].
F. me
dice: «La rubia acaba de enterarse del holocausto». Cómo lo quiero. Se va al
baño y me deja solo.
Sopla un
aire hiriente en Birkenau, un viento de junio poco complaciente. No me puedo
resistir. Miento. No me quiero resistir y le pido a la rubia que me haga una
foto con el portón de entrada a Birkenau al fondo. Aunque ya no es la modelo
sino la fotógrafa, ella vuelve a sonreír cuando apunta y enfoca. Primero pone
la cámara horizontal y dispara. Enseguida se corrige y pone la cámara vertical
y dispara otra vez. En ambas fotos salgo con los brazos pegados al cuerpo, como
cuando formaba la fila en el colegio.
Es
indudable que Birkenau tiene otra textura. Empiezo a entender aquello de la multiplicidad de auschwitzs, la fascinación que deriva de que no haya una
experiencia única que lo defina del todo[5].
En su extensa desnudez, en la estructura despojada puede alcanzarse casi
tactilarmente la ausencia. Aquí sobra ausencia, las vidas invividas son la
penitencia del vacío.
La fila
de alambradas se hace literalmente un punto en el horizonte. Más acá, la
insistencia del ausente. Arriba, un cielo doble plaza que me daría miedo
dibujar. Opulento como un sueño sin el soñar. Un iceberg con la punta para
abajo.
Hace
algunos años conseguí algunos sueldos corrigiendo libros de medicina. Entre
cortes longitudinales de pulmón y una lista de abreviaturas kilométrica me
oprimió una frase cuyo autor nunca he logrado identificar: “Todo es genética
menos el trauma”.
Eso.
Todo es genética menos Auschwitz.
[1] Heinrich Himmler, 4
de octubre de 1943, en Raul Hilberg,
La destrucción de los judíos europeos.
[2] Victor Frankl, El hombre en busca de sentido.
[3] Jonathan Littell, Las benévolas.
[4] Para
los negacionistas: esto pasó de verdad, la rubia posó sonriente y después
bostezó.
[5] Laurence Rees en «Auschwitz no fue la obra de un loco». Miguel Mora, El País, 17 de marzo de 2005.
[6] «[Al
decir que las palabras “padre” y “Auschwitz” producen en mí las mismas
resonancias] no sólo aludo a una experiencia personal, sino también a una
profunda experiencia centroeuropea». (Imre Kertész) (Extraído de Alberto Sladogna: «Adolf Eichmann:
¿“subjetividad” posmoderna?», en Desde el
jardín de Freud, número 5, Facultad de Ciencias Humanas, Bogotá, 2005).
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