jueves, 2 de febrero de 2017

La banalidad del tag (fragmento)

A la salida Milena nos indica que ha acabado la visita al campo I y que nos encontraremos en Birkenau. Como deseo resulta algo descorazonador.
     F. me muestra una fotografía que ha hecho hace un momento: yo entrando en la cámara de gas; voy en fila con otros que me preceden y me suceden, me falta poco para pasar bajo el vano de la puerta. Yo entrando en la reconstrucción soy un yo reconstruido; soy la explicación de un amigo de F. que fue con él a Auschwitz.
     Quiero aprovechar los últimos momentos. Hago una docena de instantáneas a las alambradas. Lo sé, revisaré las fotos (en un futuro cóncavo) y me arrepentiré de no haber retratado un ángulo obtuso más de la valla, la torre de vigilancia a contraluz, el detalle de la púa oxidada con el filtro macro.
     Pienso también que todos hacemos prácticamente las mismas fotos y nos agachamos en busca de la misma perspectiva. El derecho a tener una visión personal contiene el precepto de no ejercerlo. Esta vocación por conservar la visión de uno mismo al recordar es un colchoncito, un formato que distancia lo inexplicado y acerca aquello que solo encuentra nombre a través del mito, del bestiario bíblico.
     Nos subimos a la ausencia mostrando el pasaporte de lo verosímil. Es el espacio Schengen de los vivos.

La mayor parte de vosotros debe saber qué significan 100 cadáveres, o 500 o 1.000. El haber soportado la situación y, al mismo tiempo, haber seguido siendo hombres honestos, a pesar de algunas excepciones debidas a la debilidad humana, nos ha endurecido. Es una página de gloria de nuestra historia que nunca ha sido escrita y que no lo será nunca[1].

Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración[2].

Después de la guerra, para intentar explicar qué había sucedido, se habló mucho de lo inhumano. Pues lo siento una barbaridad, pero lo inhumano no existe. Solo existe lo humano, una y otra vez[3].

Divisamos primero la combi y después al chofer entusiasta. Trota hacia el vehículo al vernos. Aunque ya lo habíamos convenido, nos recuerda que iremos al campo II en la combi. En inglés nos explica que hay un autobús que realiza el traslado, pero suele ir lleno y la gente viaja muy apretada. Para subrayar de la que nos estamos salvando, el conductor levanta un brazo como si fuera agarrado al pasamanos y saca la lengua como si estuviera siendo aplastado por el resto de pasajeros.

La fachada de Birkenau me resulta imponente. Aunque sobran todas esas personas que, como yo, la afean con su presencia, con su intermediación. Si acaso la construcción me parece algo más pequeña que en mis expectativas. Como cuando uno vuelve de adulto a la casa de sus padres y ve las habitaciones menos profundas, el pasillo que acaba mucho antes de lo que acababa en los ojos del niño. Pero más allá de la verja bajo el arco de entrada se extiende un campo básicamente inasible.

Sin buscarlo encontramos al grupo, la docena de personas que comenzamos a marchar juntos hace dos o tres horas. La pertenencia me incomoda un poco. Reconozco al matrimonio de las gorras. Son los dos muy altos, él lleva bermudas y una cámara con un objetivo de un brazo de largo; camina desgarbado como un jugador de baloncesto. Ella tiene el pelo teñido de rubio y un chaleco rosa pálido de esos que se desmontan por las mangas.
No sé qué esperamos pero todavía no es el momento de entrar. La rubia aprovecha el bache para posar en las vías por las que entraban los trenes de ganado cargados de judíos. Cierto, todos lo hacemos, pero como soy prejuicioso lo suyo me parece patético. La rubia hace el ademán de llevarse las manos a la cintura, pero el jugador de baloncesto le corrige la postura para que pueda verse a sus espaldas parte de la explanada donde se hacían las selecciones. Ahora sí ella posa sonriente. Después del clic bosteza[4].
F. me dice: «La rubia acaba de enterarse del holocausto». Cómo lo quiero. Se va al baño y me deja solo.
Sopla un aire hiriente en Birkenau, un viento de junio poco complaciente. No me puedo resistir. Miento. No me quiero resistir y le pido a la rubia que me haga una foto con el portón de entrada a Birkenau al fondo. Aunque ya no es la modelo sino la fotógrafa, ella vuelve a sonreír cuando apunta y enfoca. Primero pone la cámara horizontal y dispara. Enseguida se corrige y pone la cámara vertical y dispara otra vez. En ambas fotos salgo con los brazos pegados al cuerpo, como cuando formaba la fila en el colegio.

Es indudable que Birkenau tiene otra textura. Empiezo a entender aquello de la multiplicidad de auschwitzs, la fascinación que deriva de que no haya una experiencia única que lo defina del todo[5]. En su extensa desnudez, en la estructura despojada puede alcanzarse casi tactilarmente la ausencia. Aquí sobra ausencia, las vidas invividas son la penitencia del vacío.
La fila de alambradas se hace literalmente un punto en el horizonte. Más acá, la insistencia del ausente. Arriba, un cielo doble plaza que me daría miedo dibujar. Opulento como un sueño sin el soñar. Un iceberg con la punta para abajo.
Hace algunos años conseguí algunos sueldos corrigiendo libros de medicina. Entre cortes longitudinales de pulmón y una lista de abreviaturas kilométrica me oprimió una frase cuyo autor nunca he logrado identificar: “Todo es genética menos el trauma”.
Eso. Todo es genética menos Auschwitz.
Y si me pusiera quisquilloso: “Todo es genética menos Birkenau”[6].


Alejandro Feijóo







[1] Heinrich Himmler, 4 de octubre de 1943, en Raul Hilberg, La destrucción de los judíos europeos.
[2] Victor Frankl, El hombre en busca de sentido.
[3] Jonathan Littell, Las benévolas.
[4] Para los negacionistas: esto pasó de verdad, la rubia posó sonriente y después bostezó.
[5] Laurence Rees en «Auschwitz no fue la obra de un loco». Miguel Mora, El País, 17 de marzo de 2005.
[6] «[Al decir que las palabras “padre” y “Auschwitz” producen en mí las mismas resonancias] no sólo aludo a una experiencia personal, sino también a una profunda experiencia centroeuropea». (Imre Kertész) (Extraído de Alberto Sladogna: «Adolf Eichmann: ¿“subjetividad” posmoderna?», en Desde el jardín de Freud, número 5, Facultad de Ciencias Humanas, Bogotá, 2005).

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