jueves, 2 de febrero de 2017

Gomorra

El mundo de las mafias napolitanas traduce en violencia los años de olvido, marginación, pobreza y despojo

Es sabido que los pueblos necesitan mecas en donde derivar la parte más estructurada de la fe. Y es probable que para un argentino no exista meca mayor que Nápoles, cuyo epicentro radicaría en el estadio Giuseppe Meazza donde, dicen las crónicas de la época, sucedieron milagros balompédicos hoy ya atemporales. Pero Nápoles es obviamente más que la construcción ritual que le concede la mirada futbolística argentina. Lo fue antes, en forma de reino medieval, y lo es ahora, en tanto región azotada por el olvido intencionado de las instituciones centrales, por la pobreza estructural y por la simbiosis establecida entre la mafia (las mafias) y los estamentos político, judicial o policial.


El telón de fondo es necesariamente violento. Y esa violencia es la que intenta destripar la serie Gomorra, basada en la famosa novela homónima de Roberto Saviano y heredera directa tanto de esta como de la película posterior. El guion de la serie pertenece al propio Saviano, quien aún vive clandestino debido a la sentencia de muerte que sobre él descargaron los grupos mafiosos. Como ante toda seriación derivada de un tronco robusto, el espectador más avispado de Gomorra echará en falta cierto rigor narrativo, al tiempo que le sobrarán vericuetos argumentales que en el desarrollo novelístico no pasarían de digresiones. Sin embargo, una mirada global sobre la serie nos devuelve un todo contundente pero no gratuito, genuino aunque sin concesiones al folclorismo.

La primera y única temporada estrenada hasta la fecha consta de doce capítulos que, nítidamente, van creciendo a medida que se despliega la historia. Porque así como al capítulo piloto hay que ponerle ganas de seguir adelante, los últimos episodios se deslizan con naturalidad por una pendiente sangrienta que, invariablemente, remite tanto a las intenciones corales del joven Michael Corleone como a las escabechinas fratricidas propias de los dramas protoshakespearianos.

La ficción se encolumna en torno a Ciro, un sicario de categoría intermedia que responde al mote de “Inmortal”. Fiel al clan de los Savastano y a su líder, don Pietro, Ciro actúa como un eslabón entre la tradición camorrista, con su respeto a leyes de lealtad no escritas, y una nueva forma de actuación necesariamente más impulsiva y gratuita. Don Pietro, por su parte, ejerce como patriarca despiadado, tanto sobre clanes rivales como sobre su propia familia. Su encarcelamiento será el disparador de un nuevo orden de cosas, en el que las fidelidades muy pronto parecerán lo contrario.

Rodada en su mayor en el corazón de las tinieblas napolitano, la factura de Gomorra se corresponde con la aridez de los barrios degradados y la asepsia de unas ciudades-dormitorio miserables y atiborradas, en las que sin embargo nadie ejerce de testigo. Cierto es que a veces puede intimidar el excesivo vaivén de la cámara, como si sobrara el énfasis de la acción sobre la acción. Y cierto es también que la nómina actoral acoge cierta disparidad. Pero ello no resta magnetismo a una serie en la que no se lo menciona a Diego, pero en la que la presencia continua de iconografía cristiana revive la dualidad de los profano en lo sagrado. Como corresponde a toda meca que se precie de tal.

Alejandro Feijóo


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