El mundo de las mafias
napolitanas traduce en violencia los años de olvido, marginación, pobreza y
despojo
Es
sabido que los pueblos necesitan mecas en donde derivar la parte más estructurada
de la fe. Y es probable que para un argentino no exista meca mayor que Nápoles,
cuyo epicentro radicaría en el estadio Giuseppe Meazza donde, dicen las
crónicas de la época, sucedieron milagros balompédicos hoy ya atemporales. Pero
Nápoles es obviamente más que la construcción ritual que le concede la mirada
futbolística argentina. Lo fue antes, en forma de reino medieval, y lo es
ahora, en tanto región azotada por el olvido intencionado de las instituciones
centrales, por la pobreza estructural y por la simbiosis establecida entre la
mafia (las mafias) y los estamentos político, judicial o policial.
El
telón de fondo es necesariamente violento. Y esa violencia es la que intenta
destripar la serie Gomorra, basada en la famosa novela homónima de Roberto
Saviano y heredera directa tanto de esta como de la película posterior. El
guion de la serie pertenece al propio Saviano, quien aún vive clandestino
debido a la sentencia de muerte que sobre él descargaron los grupos mafiosos.
Como ante toda seriación derivada de un tronco robusto, el espectador más
avispado de Gomorra echará en falta cierto rigor narrativo, al tiempo que le
sobrarán vericuetos argumentales que en el desarrollo novelístico no pasarían
de digresiones. Sin embargo, una mirada global sobre la serie nos devuelve un
todo contundente pero no gratuito, genuino aunque sin concesiones al
folclorismo.
La
primera y única temporada estrenada hasta la fecha consta de doce capítulos
que, nítidamente, van creciendo a medida que se despliega la historia. Porque
así como al capítulo piloto hay que ponerle ganas de seguir adelante, los
últimos episodios se deslizan con naturalidad por una pendiente sangrienta que,
invariablemente, remite tanto a las intenciones corales del joven Michael
Corleone como a las escabechinas fratricidas propias de los dramas
protoshakespearianos.
La
ficción se encolumna en torno a Ciro, un sicario de categoría intermedia que
responde al mote de “Inmortal”. Fiel al clan de los Savastano y a su líder, don
Pietro, Ciro actúa como un eslabón entre la tradición camorrista, con su
respeto a leyes de lealtad no escritas, y una nueva forma de actuación
necesariamente más impulsiva y gratuita. Don Pietro, por su parte, ejerce como
patriarca despiadado, tanto sobre clanes rivales como sobre su propia familia.
Su encarcelamiento será el disparador de un nuevo orden de cosas, en el que las
fidelidades muy pronto parecerán lo contrario.
Rodada
en su mayor en el corazón de las tinieblas napolitano, la factura de Gomorra se
corresponde con la aridez de los barrios degradados y la asepsia de unas
ciudades-dormitorio miserables y atiborradas, en las que sin embargo nadie
ejerce de testigo. Cierto es que a veces puede intimidar el excesivo vaivén de
la cámara, como si sobrara el énfasis de la acción sobre la acción. Y cierto es
también que la nómina actoral acoge cierta disparidad. Pero ello no resta
magnetismo a una serie en la que no se lo menciona a Diego, pero en la que la
presencia continua de iconografía cristiana revive la dualidad de los profano
en lo sagrado. Como corresponde a toda meca que se precie de tal.
Alejandro Feijóo
(Publicado
en Esto No
Es Una Revista, número 36: La Manteca)
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