jueves, 2 de febrero de 2017

Cosas de la esencia

El hombre vuelve del viaje sin que las coordenadas se hayan asentado, lo cual no significa que los polos quieran ser antípodas

En el episodio anterior habíamos dejado al hombre contoneándose ante el precipicio dulce del viaje, enredado en un cambio de coordenadas que acabó alterando los nortes y los sures de mapas y evocaciones. Las heridas, los resabios del trauma quedaron impresos en las líneas del trayecto, y desde entonces las hebras de un naufragio se confunden con el oropel de algunas mañanas, empeñadas en seguir naciendo. Entremedias, latitudes encapotadas le hacen sombra al bullicio del no dejar néctar sin probar. El hombre, no obstante el abanico de sucesos, se siente dueño del camino, que a efectos prácticos es poseer la meta, y apenas nada consigue apartarlo de un rumbo que desde fuera se aprecia sinuoso y con pliegues.




Tampoco el culto a la apariencia desanima al hombre en su encuentro con la pulpa. Hay un sol blanco que marca el ojo al que hay que mirar. El de la esencia de las cosas, lo cual sería una puerta posible en el caso de que tanto las cosas como la esencia de estas existieran. En realidad sí lo desahucian de su espejo los esfuerzos de contención, los personajes que pasan por su cara. Combate la convención a golpe de obstrucciones, como si lo contenido galvanizara en coraza con la misma naturalidad con la que se desea un durazno. Las distracciones también constituyen parte de su arsenal, y el roce con lo innombrable, apenas un pestañeo, acaba afeando la labor del tiempo. Al fin y al cabo el hombre es apariencia, es silueta en el tiempo del mismo modo que la nube es cielo despejado a futuro.

El hombre sabe que el ser se define tránsito. No hay estado posible de eso que late más que el transcurrir, el flujo constante que no es eterno ni inmanente sino un ciclo en el que se desciende porque se ha subido. Por ello son granos de arena los viajes infinitos que a cada hora, a cada instante el hombre emprende con rumbo infinitesimal. El viaje de la mano a la cara, el viaje del músculo a la contracción, el del beso rumbo al deterioro. Los miles de viajes del poro dilatado, el viaje de la sinapsis, el del sueño hacia el olvido. El viaje para siempre que entierra la noche junto a la espera, amantes amarrados al proyecto de anularse. Viajes de vértigo, como el del silencio roto por el grito del deseo.

Por eso el hombre no se ensancha ni ocupa vastedades y ni siquiera clama donde otro hubiera rasgado de alaridos la roca milenaria, los tigres enterrados. Por eso el hombre no hace rumbo y de lejos se aprecia apenas errático. Lo que se esconde tras el culto a la quietud es certeza de movimiento, de que las coordenadas muden a diptongo, a golpe de labio de savia elaborada del otro lado del mundo en la palma de la mano.

Alejandro Feijóo




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