El hombre vuelve del viaje sin
que las coordenadas se hayan asentado, lo cual no significa que los polos
quieran ser antípodas
En
el episodio anterior habíamos dejado al hombre contoneándose ante el precipicio
dulce del viaje, enredado en un cambio de coordenadas que acabó alterando los
nortes y los sures de mapas y evocaciones. Las heridas, los resabios del trauma
quedaron impresos en las líneas del trayecto, y desde entonces las hebras de un
naufragio se confunden con el oropel de algunas mañanas, empeñadas en seguir
naciendo. Entremedias, latitudes encapotadas le hacen sombra al bullicio del no
dejar néctar sin probar. El hombre, no obstante el abanico de sucesos, se
siente dueño del camino, que a efectos prácticos es poseer la meta, y apenas
nada consigue apartarlo de un rumbo que desde fuera se aprecia sinuoso y con
pliegues.
Tampoco
el culto a la apariencia desanima al hombre en su encuentro con la pulpa. Hay
un sol blanco que marca el ojo al que hay que mirar. El de la esencia de las
cosas, lo cual sería una puerta posible en el caso de que tanto las cosas como
la esencia de estas existieran. En realidad sí lo desahucian de su espejo los
esfuerzos de contención, los personajes que pasan por su cara. Combate la
convención a golpe de obstrucciones, como si lo contenido galvanizara en coraza
con la misma naturalidad con la que se desea un durazno. Las distracciones
también constituyen parte de su arsenal, y el roce con lo innombrable, apenas
un pestañeo, acaba afeando la labor del tiempo. Al fin y al cabo el hombre es
apariencia, es silueta en el tiempo del mismo modo que la nube es cielo
despejado a futuro.
El
hombre sabe que el ser se define tránsito. No hay estado posible de eso que
late más que el transcurrir, el flujo constante que no es eterno ni inmanente
sino un ciclo en el que se desciende porque se ha subido. Por ello son granos
de arena los viajes infinitos que a cada hora, a cada instante el hombre
emprende con rumbo infinitesimal. El viaje de la mano a la cara, el viaje del
músculo a la contracción, el del beso rumbo al deterioro. Los miles de viajes
del poro dilatado, el viaje de la sinapsis, el del sueño hacia el olvido. El
viaje para siempre que entierra la noche junto a la espera, amantes amarrados
al proyecto de anularse. Viajes de vértigo, como el del silencio roto por el
grito del deseo.
Por
eso el hombre no se ensancha ni ocupa vastedades y ni siquiera clama donde otro
hubiera rasgado de alaridos la roca milenaria, los tigres enterrados. Por eso
el hombre no hace rumbo y de lejos se aprecia apenas errático. Lo que se
esconde tras el culto a la quietud es certeza de movimiento, de que las
coordenadas muden a diptongo, a golpe de labio de savia elaborada del otro lado
del mundo en la palma de la mano.
Alejandro Feijóo
(Publicado
en Esto No
Es Una Revista, número 35: El Pajarito)
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