jueves, 2 de febrero de 2017

Extrarradios

Como suele ocurrir, uno va al bosque en busca de una planta,
y al regresar descubre que crece junto a la puerta de su casa.

Peter Brook
La puerta abierta

Subo al tren con el billete en la mano. Casi virgen, el destino aún por validar. El revisor se acerca, firme con la cons­tancia del hastío. Esta no­che, luego de ir allí, dormirá en su cama, que es aquí. En su rutina, mi sospecha de que el fi­nal del trayec­to fuera el comienzo de otro viaje.

Miro. Uno vuelve siempre a las ventanas desde donde cono­ció la vi­da. Pocas cosas más hay que acaparen un signi­fi­cado; acaso la certeza del sue­ño, que es como se ven las ventanas desde den­tro del cris­tal.




A la hora convenida no estaré allí donde me espe­ran. Que­rré sub­ver­tir la fortuna, instalar una sorpresa en el or­den de lo imprevisi­ble. No tengo móvil.

Miro. La luz que cae es del color del suelo; sus reflejos con­tagian la entraña del otro. Una mujer me mira, lucha por no caer en ese gris, sin saber que es el dolor quien maneja los ma­tices. Al llegar a casa su marido no ha­brá vuelto.

Túnel. Sin luz el tiempo dura más. Igual que sin sueño la vida cuenta más horas, menos años.

Me mira, la idea de la muerte. La ilusión del tras­la­do se confirma. Durante es todo. El presente aca­ba de escu­rrir­se en­tre las le­gíti­mas dudas de una respiración que no es ésta.

Entre los huesos y el escondite viaja el fracaso, su ra­dio­gra­fía es la nuestra. Los brazos al costado del ar­te. Una zona de recreo donde morir acompaña­do de lo que no fue.

Miro. Los manillares se detienen ante el urgente vigor de la  máquina. La velocidad está en di­rección con­traria al tiempo. Día De Hoy es el nombre de las cosas que pasan por Él.

Las costras del fracaso no emanan luz o memoria. Son el tras­tero del cuerpo, íntegro de rezos, sublimes osamentas. En la dis­tracción no está la llave del tras­tero ni el futuro.

Una moneda se arrima a mis pies. Miro mis pies. Ella me en­cuentra pri­me­ro a mí. Es posible que no todo sea azar.

El pasillo, asientos, asas, crujidos, las es­taciones en las que no nos detenemos: todo en este tren está ordenado. El orden es patrimonio de quien no demuestra y mues­tra. El tren es pre­po­tencia.

Miro. Un niño juega sobre el respaldo del asiento. La ma­dre ordena su falda, teme por esa nuca. El niño espía, se incli­na al va­cío. El abismo es más bello que mi madre, pien­sa.

La palabra trasciende el rumor de las ideas cada vez que sal­ta por los ai­res lo eternamen­te provisional. El breve verti­do de una pluma crea felices perspec­tivas que no son velocidad. En cam­bio el aforismo aprovecha los rescoldos de un razona­miento y lo con­vier­te en máxima. Su forma dice, así como con la mo­neda compraré.

Miro. Tres tanques de agua. Tres cadáveres dentro. Tres fa­mi­lias con se­quía de noticias. Tres tragedias tejen su de­sen­la­ce en la boca del grifo que no veo.

El origen de las especies: Dios hablando de mí. La in­claudi­cable con­ciencia del fin me autoriza a ser bello. En este vagón no se puede fumar. Confun­do belleza y eternidad. No hay Dios que por bien no venga.

Ya no veo al niño del asiento, ni en el suelo los despojos. La muerte postergada le habrá quitado el hambre de esta noche. Su madre dirá que es can­sancio.

La tarde lerda desguaza las dudas en el extrarradio. Somos uno, los personajes de este brillo. Mi estatura hace carne y uña con la manada. Me empujan y codean. Soy solo.


La estación ha llegado a mí. El revisor fuma en el an­dén, su casa. La aspe­reza del deber cum­plido aloja su cara en el con­texto. Esta noche dormi­rá allí, que ya no existe. Pasar a su lado es como bordear una isla es­carpa­da. El suelo firme me es­treme­ce. No le pregun­to si hemos llegado a desti­no, no.

Alejandro Feijóo

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