Como suele
ocurrir, uno va al bosque en busca de una planta,
y al regresar
descubre que crece junto a la puerta de su casa.
Peter Brook
La puerta
abierta
Subo al tren con el billete en la mano. Casi virgen, el destino
aún por validar. El revisor se acerca, firme con la constancia del hastío.
Esta noche, luego de ir allí, dormirá en su cama, que es aquí. En su rutina,
mi sospecha de que el final del trayecto fuera el comienzo de otro viaje.
Miro. Uno vuelve siempre a las ventanas desde donde conoció la vida.
Pocas cosas más hay que acaparen un significado; acaso la certeza del sueño,
que es como se ven las ventanas desde dentro del cristal.
A la hora convenida no estaré allí donde me esperan. Querré subvertir
la fortuna, instalar una sorpresa en el orden de lo imprevisible. No tengo
móvil.
Miro. La luz que cae es del color del suelo; sus reflejos contagian
la entraña del otro. Una mujer me mira, lucha por no caer en ese gris, sin
saber que es el dolor quien maneja los matices. Al llegar a casa su marido no
habrá vuelto.
Túnel. Sin luz el tiempo dura más. Igual que sin sueño la vida
cuenta más horas, menos años.
Me mira, la idea de la muerte. La ilusión del traslado se
confirma. Durante es todo. El presente acaba de escurrirse entre las legítimas
dudas de una respiración que no es ésta.
Entre los huesos y el escondite viaja el fracaso, su radiografía
es la nuestra. Los brazos al costado del arte. Una zona de recreo donde morir
acompañado de lo que no fue.
Miro. Los manillares se detienen ante el urgente vigor de la máquina. La velocidad está en dirección contraria
al tiempo. Día De Hoy es el nombre de las cosas que pasan por Él.
Las costras del fracaso no emanan luz o memoria. Son el trastero
del cuerpo, íntegro de rezos, sublimes osamentas. En la distracción no está la
llave del trastero ni el futuro.
Una moneda se arrima a mis pies. Miro mis pies. Ella me encuentra
primero a mí. Es posible que no todo sea azar.
El pasillo, asientos, asas, crujidos, las estaciones en las que
no nos detenemos: todo en este tren está ordenado. El orden es patrimonio de
quien no demuestra y muestra. El tren es prepotencia.
Miro. Un niño juega sobre el respaldo del asiento. La madre
ordena su falda, teme por esa nuca. El niño espía, se inclina al vacío. El
abismo es más bello que mi madre, piensa.
La palabra trasciende el rumor de las ideas cada vez que salta
por los aires lo eternamente provisional. El breve vertido de una pluma crea
felices perspectivas que no son velocidad. En cambio el aforismo aprovecha
los rescoldos de un razonamiento y lo convierte en máxima. Su forma dice,
así como con la moneda compraré.
Miro. Tres tanques de agua. Tres cadáveres dentro. Tres familias
con sequía de noticias. Tres tragedias tejen su desenlace en la boca del
grifo que no veo.
El origen de las especies: Dios hablando de mí. La inclaudicable
conciencia del fin me autoriza a ser bello. En este vagón no se puede fumar.
Confundo belleza y eternidad. No hay Dios que por bien no venga.
Ya no veo al niño del asiento, ni en el suelo los despojos. La
muerte postergada le habrá quitado el hambre de esta noche. Su madre dirá que
es cansancio.
La tarde lerda desguaza las dudas en el extrarradio. Somos uno,
los personajes de este brillo. Mi estatura hace carne y uña con la manada. Me
empujan y codean. Soy solo.
La estación ha llegado a mí. El revisor fuma en el andén, su
casa. La aspereza del deber cumplido aloja su cara en el contexto. Esta
noche dormirá allí, que ya no existe. Pasar a su lado es como bordear una isla
escarpada. El suelo firme me estremece. No le pregunto si hemos llegado a
destino, no.
Alejandro Feijóo
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