Las palabras que siguen están repartidas.
Las acertadas pertenecen a Antonio di Benedetto, a su cuento “Aballay”. El
resto no.
Se
lo ve, Aballay no está cómodo entre los fieles, aunque si sufre es de otras
raíces. Acude a la capillita empujado por su silencio callado, que es costumbre
y fuente de intuición. La voz del cura suena lejos, por el eco. No importa
si una o dos palabras se escuchan raras, Aballay sabe que todas hablan de él.
El corazón bombea, la mano obedece, el sudor cambia de piel. Arriba del templo,
el sol redobla la sequedad. Aballay es patotero, más bien navajero (casi un
marinero de la pampa). Más tarde, en el campamento de peregrinos, contará
cuatro milicos, porque el oficio deforma.
Después de la misa
busca al cura, como quien busca mujer, apartado de la animación de los
fogones. En la boca de la noche se desnuda ante el profesional, que sospecha
de la animada parquedad. Quiere saber, Aballay, cómo era eso de los que se
suben a las columnas porque la tierra ya está mala; si comen y duermen, allá,
incomodados por el pecado y la altura. Quiere saber si se baja antes del siglo.
Y por qué.
Aballay
mató, una noche de alcohol que no es esta, aunque desde entonces sólo
transcurrieron algunos instantes sueltos. La mirada del hijo del muerto,
una aguja emperrada en lastimar su conciencia, dispara la decisión que ya
estaba tomada. El trato consigo mismo habla de una vida separada del suelo.
Más o menos sabe lo que dar a su culpa. Pero está lejos de su imaginación lo
que se consigue, de ser la penitencia un camino sin trampas. Lo que obtendrá
es casi lo que obtendría esta noche, más dos o tres palmadas de la naturaleza.
La venganza sería
ineludible, si Aballay hubiera visto cómo mataban a su padre. No puede quedarse
quieto, con el remordimiento de no ser el otro. Tiene que andar.
La ilusión de la
penitencia lo fortalece y corona.
Porque no hay
columnas y porque su alazán es como él, monta; no trepa.
En el primer trote lo
va preparando:
"Mirá que es por
siempre", le dice a la crin.
Su
habilidad con el estribo ayuda para beber. Para comer está más difícil. Ayuna
el primer día y ayuna el segundo, aunque en este ya rastrea el humo del
asado.
Le dan, de abajo a
arriba. A las gentes llama la atención su resistencia a la comodidad. Mastica
la achura desde su facón. Los demás no notan cuando muerde el acero.
Para sus necesidades
mejor bajar, pero tampoco lo ven y es como si no lo hiciera. ¿Acaso no
penaba por limpiarse el alma? Una condena sin abluciones sería inconcebible,
había dicho el cura.
Aballay se lo toma en
serio: consigue otra cabalgadura. La dedicación mataría al caballito único
mucho antes de que la paz tome las riendas de su espíritu.
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