jueves, 2 de febrero de 2017

Aballay o la ilusión de la penitencia (fragmento)

Las palabras que siguen están repartidas. Las acertadas pertenecen a Antonio di Benedetto, a su cuento “Aballay”. El resto no.

       Se lo ve, Aballay no está cómodo entre los fieles, aun­que si sufre es de otras raíces. Acude a la capillita em­pu­jado por su si­lencio callado, que es cos­tumbre y fuente de in­tui­ción. La voz del cura suena lejos, por el eco. No im­porta si una o dos palabras se escuchan raras, Aballay sabe que todas hablan de él. El corazón bombea, la mano obedece, el sudor cambia de piel. Arriba del tem­plo, el sol redobla la seque­dad. Aballay es patote­ro, más bien na­vaje­ro (casi un marine­ro de la pam­pa). Más tarde, en el campa­mento de peregrinos, contará cuatro mi­li­cos, porque el oficio de­for­ma.

Des­pués de la misa bus­ca al cura, como quien busca mu­jer, apartado de la anima­ción de los fogones. En la boca de la noche se desnuda ante el profe­sional, que sos­pe­cha de la animada par­quedad. Quiere saber, Aballay, cómo era eso de los que se suben a las colum­nas porque la tierra ya está mala; si comen y duer­men, allá, incomo­dados por el pecado y la altura. Quiere saber si se baja antes del si­glo. Y por qué.

       Aba­llay ma­tó, una no­che de alcohol que no es esta, aun­que desde en­tonces sólo transcurrieron al­gunos instantes suel­tos. La mi­ra­da del hijo del muerto, una aguja empe­rra­da en las­timar su con­ciencia, dispara la decisión que ya es­ta­ba tomada. El trato consigo mismo habla de una vida sepa­ra­da del sue­lo. Más o menos sabe lo que dar a su culpa. Pe­ro está lejos de su imaginación lo que se consi­gue, de ser la peni­ten­cia un camino sin trampas. Lo que ob­tendrá es ca­si lo que ob­ten­dría esta no­che, más dos o tres palmadas de la natura­leza.
La venganza sería ineludible, si Aballay hubiera visto cómo ma­taban a su padre. No puede que­darse quieto, con el re­mordi­miento de no ser el otro. Tiene que andar.
La ilusión de la penitencia lo fortalece y corona.
Porque no hay columnas y porque su alazán es como él, monta; no trepa.
En el primer trote lo va preparando:
"Mirá que es por siempre", le dice a la crin.

       Su habilidad con el estribo ayuda para beber. Para comer está más difí­cil. Ayuna el primer día y ayu­na el segundo, aun­que en este ya rastrea el hu­mo del asado.
Le dan, de abajo a arriba. A las gentes llama la aten­ción su resistencia a la comodi­dad. Mastica la achura desde su fa­cón. Los demás no notan cuando muerde el acero.
Para sus necesidades mejor bajar, pero tampoco lo ven y es como si no lo hi­cie­ra. ¿A­caso no penaba por limpiarse el alma? Una conde­na sin abluciones sería inconcebible, había dicho el cura.

Aballay se lo toma en serio: consigue otra cabalgadura. La de­dicación mata­ría al caballito único mucho antes de que la paz to­me las riendas de su espíritu.

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