jueves, 2 de febrero de 2017

El último doblez

De tanto buscar por buscar, el hombre acaba encontrando el último doblez

En su afán por el empleo, el hombre, se cree capaz de aceptarlo todo. Madrugadas a la intemperie, corbatas baratas, ruidos y disfraces; palmadas en la espalda. Lo monetario, fetiche inalcanzable cuando impone su ausencia o magma entre los dedos las pocas veces que arde, pasa a un riguroso segundo plano ante la pasión por creerse capaz. El hombre deja, pues, de categorizar la búsqueda según la remuneración posible para adentrarse en el siempre pantanoso terreno de agarrar cualquier cosa. Y aunque lo hace con naturalidad, cabría decir, si estas palabras no fueran invención todas ellas, que el hombre equivoca desde el principio su camino; cabría alertarle que a su edad y según sus condiciones materiales recientes el empleo, lejos de buscarse, se reza. Y que el orgullo por creer que algo se elige es el punto de no retorno, cuando la derrota no ha hecho más que empezar a chiflar.




Ignorante del desenlace, el hombre busca su oportunidad en nichos de negocio donde no se diría a priori que florecieran las ofertas. Una tarde ligeramente inclinada hacia la desolación se topa sin embargo con un milagro. Un pequeño cartel en una pequeña puerta de una tienda pequeña y luminosa.

DOBLADOR BUSCAMOS

Como una leona que caza en beneficio de su macho, el hombre se lanza sobre el verbo sin detenerse siquiera en la incógnita del nombre adjetivado. Dos mujeres mayores, casi de su edad, se adivinan como un matrimonio de uso, acaso hermanas. Ellas y el aire entalcado alcanzan para distraer al hombre de las bobinas que cubren las paredes hasta el techo, de las tijeras que cuelgan en los estantes de madera. La distracción lleva a la confianza. Antes de presentarse, el hombre quiere quedarse a vivir ahí. Las hermanas hablan pausado. Cuando bajan la cabeza parecen susurrarse a sí mismas pero nunca se pisan; una recoge con similar timbre de voz lo que la otra deja en el aire; la sucesión adormece al hombre. No importa que el trabajo consista en acomodar las telas arrugadas de una habitación y colocarlas dobladas en el cuarto contiguo. No importa que la paga sea tan magra como en apariencia sencilla es la tarea. Sentirse en casa no tiene precio.

La pérdida del sentido del tiempo comienza casi de inmediato. Si tuviéramos la oportunidad de preguntarle cómo se desarrollaron los hechos, el hombre sería incapaz de responder más que con balbuceos. No recordaría cuándo sospechó por primera vez que las telas eran las mismas cada día, ni que el volumen de negocios del emprendimiento fraternal no parecía justificar las vueltas al mundo de tela que dobló en los años que le quedaron de vida. No aceptaría el paso idéntico de las horas, el paso idéntico de las telas de una habitación a otra. Y menos aún aceptaría la futilidad de cobrar monedas. El hombre, con la naturalidad que da el saberse vencido, transita sobre el interés con el desaire del dandi. Ahora es doblador. No interesa más que el doblar para doblar.

Con el paso de los años el hombre pierde facultades de forma crecientemente evidente. Cierta atrofia articular le resta destreza y paciencia; se le alargan los pasos que separan una sala de otra. Tiene frío todo el día, a pesar del rumor cálido de las telas. Cuando el temblor comienza a impedirle el ejercicio de su tarea él sigue creyendo que aún hay tiempo, como si el latido fuera arena. Las hermanas, en efecto, permanecen incólumes cuales sostenes de partenón a la espera de un nuevo milenio. Nada menos.

El día llega siendo como cualquier otra noche. El espectro de lo que fue el hombre acaba de doblar la última tela. Los cuartos no volverán a llenarse más que de crepúsculo. Apenas por un instante cruza por su cabeza el preguntarse por qué. Se queda quieto, queriendo hacer lo que hace, confiando en que la espera sea ganancia. Con firme amabilidad, las mujeres se alistan.

–Ahora –dice una.
–Vamos a cerrar –concluye de inmediato la otra.

Alejandro Feijóo


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