domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_9: La mancha

Un hombre que una mañana se levanta habiendo trocado una persistente tos por una mancha en la frente es el disparador de una aguda mirada sobre el deterioro del amor.

Aquella es una mañana a la que no le interesa disimular su brillo. No al menos en lo que respecta a la franja oblicua que ilumina al hombre, aún echado en la cama, enredado en el recuerdo borroso de un sueño que pudo no haber ocurrido. Aún confundido por la hiriente amabilidad de ese feriado, el hombre sabe que llega a la vigilia columpiado en las hilachas de la discusión de la noche anterior, cuando la mujer y él volvieron a representar los personajes que acabarán siendo cuando la vejez pise las vidas alquiladas que habitan. A su lado hay una sábana vacía.

El hombre se levanta sorprendido de no toser. ¿Cómo es posible que una tos, durante semanas firme junto a la pleura, haya desaparecido en una sola noche corta? Enciende la luz y el espejo del baño le brinda la respuesta posible: una mancha roja se ha instalado en su frente con la firmeza de quien lleva toda la vida esperando (como si el hombre ante la ley hubiera conseguido finalmente su objetivo). ¿Es la mancha la continuación de la tos por otros medios, o es únicamente silencio hecho mancha, reflejo de una vida en fragmentos, retal de retales? La sombra de la mujer se dibuja en el revés del espejo, una ráfaga de ocaso, de norte a sur, el brillo de la mañana luminosa impregnando la separación.

El desayuno es algo más que empeño del estómago, más que el vértigo por nutrirse. Hay un espacio común, el dulzor de la compañía, saberse parte de un ente de dos. Pero esa comunión es hoy solo idea. Ella no lo mira, sentada en la cocina, las migas sobre el libro, las gafas empañadas por el humo del café. No hay saludo, si anoche no hubo despedida. Él golpea la taza, arrastra la silla, pero ella solo sacude las migas fuera de la página setenta y uno, cuando el héroe huye a otra ciudad acorralado por la traición: él ya leyó ese libro, él ya antes que ella cuando ella aún no. El hombre tose, pero es carraspeo. La mujer no atiende y sigue sin mirar. Revuelve, unta, mastica, pero sus ojos no se cruzan con la mancha.

El hombre siente que su mancha (ya hay posesivo, hay familia) llega a un borde del que no se vuelve; el silencio entre ambos caldea el escozor. El hombre arquea las cejas, las frota a contrapelo, quiere rascarse pero no claudicar. El humo del café no empaña sus ojos (él ve bien) pero inflama más la mancha. Él se aparta de la taza, ese volcán; ella se echa hacia delante, se limpia dando golpecitos en su boca con el trapo. La inclinación regala al hombre un aire de superioridad aunque es ella la que se levanta. Sigue con su vista los ojos de la mujer, quiere atraparlos, forzar la visión de la mancha. Pero ella es efigie, la escoltan siglos de piedras y mudez; un mandato.

La puerta de la cocina estaba abierta pero ella la cierra al salir. Entonces sí. El hombre sabe que ser solo es estar libre (un mandato) y se lanza a rascarse la mancha que ella no conoce. Se rasca rápido y despacio, en los bordes y en la ternura del centro; con las yemas y con las uñas carcomidas. Casi de costado, el hombre busca un espejo, algo que constate lo que siente bullir. Pero nada es reflejo en la cocina de la casa que alquilan: solo el fondo de un cazo, el pozo cóncavo de una cuchara. Varias veces fuerza los ojos buscando verse la mancha, las órbitas casi en blanco, las cejas como cornisa. Se sabe estúpido pero no lo evita.

Se levanta de golpe, la infusión por la mitad, ya fría. Ha tomado una decisión, y está casi decidido a respetarla. Cruza el salón con una mano en la frente, apenas toca la piel ardida, pero se frena ante la puerta que da acceso al otro lado de sus vidas. Más allá de la habitación suenan voces de cosas que cambian de lugar. Inmóvil, el hombre quiere adivinar los movimientos: ella arrastra la silla, ella mueve las perchas, ella entra al baño, abre el botiquín.

La mancha crece en silencio, del mismo modo que trepan las mareas o engordan los desiertos. Él se palpa, con las yemas la escucha crecer, y se convence de que podría saborearla. Hasta que ella desocupe el baño. Mantiene una mano sobre su frente (apenas toca la piel ardida), como si la mancha fuera a caer al suelo, a romper en epidemia. El dedo índice entra en su boca y hace un surco sobre la mancha. Cuando el dedo vuelve a la boca la solución sabe dulzona. El hombre se demora en la topografía del sabor, con la lengua hurga entre los surcos de la huella.

Él chupa y se huele, chupa y se huele, cuando ella abre de súbito la puerta que los separaba. Con los ojos pegados al suelo la mujer extiende el brazo (no cruza la frontera del salón). Al final de la extremidad, más allá del reloj, hay un bote de crema. Mientras él lo toma y ella lo suelta, sus dedos casi se rozan. Ella tiene las uñas pintadas; el hombre, restos de piel rosada. Él no agradece pero le dice que ya se encuentra mejor de la tos.

Alejandro Feijóo

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