El hombre sabe sobreponerse al estruendo que trae la congregación; también a los montones de basura que quedan en las calles. Le resulta inevitable que lleguen hasta sus oídos palabras como misa, fe, parroquia, pero la muchedumbre tampoco le escarba. Lo que el hombre no puede tolerar es la risa de los más jóvenes. No es la vitalidad, ni siquiera ese aire de jarana almidonada que expanden los supercheros. No. La herida nace de la alegría de esta gente, de lo contenta que está esta gente por las mismas cosas por las que él maldice, primero, y luego se entristece. El efecto se multiplica cuando la alegría de esta gente tañe las cuerdas de las guitarras y se hace canción.
Ante el horror vecino, el hombre decide que lo mejor es emprender una huída. Su esperanza secreta pasa por encontrarse con infieles como él con los que compartir la incerteza de no tener dios donde apoyar los miedos; mirarse con ellos a los ojos y saber que son más de uno. El primer contacto con la calle lo acerca al trauma: choques contra cuerpos sudados (los fieles también sudan), encontronazos con mástiles de banderas blancas y amarillas, algún codazo en su afán por romper ese primer círculo de confianza, más férreo que los siguientes en los que se dispersan vendedores de gorras y sombreros. El hombre, que apenas levanta la vista del suelo, detecta que la muchedumbre quiere engañar a un sol áspero, serio, aconfesional; a un sol que se sabe dios y que con solo mover un rayo tortura a quienes buscan reemplazarlo.
El hombre comienza a alejarse a paso firme. Un tirón en la rodilla le indica que la calle pica para abajo. En dirección contraria, miles de fieles armados con banderolas insisten en mirarlo a los ojos, en alegrarlo, en hacer de la sonrisa un espacio de fraternidad. Consolidado en su odio contra los que suben, el hombre sigue descendiendo por la calle principal, contaminada ahora por liturgias grabadas que caen de los balcones y se confunden con el siseo de las serpentinas que arrojan los más jóvenes. Aunque curtido en marginaciones, al hombre no le resulta sencillo abstraerse de tanta pasión por lo primitivo. Obligado a alzar la vista para no chocar contra los otros, cree encontrar de repente un aliado imprevisto. Un niño pequeño marcha a hombros de su padre, dulcemente dormido, cabeza contra cabeza. El hombre piensa que en ese sueño duerme la razón de lo real, de lo que permanece a pesar del trayecto de la creencia. Pero de súbito el niño alza la cabeza, abre los ojos y grita al hombre un versículo, un proverbio, un santo improperio, este niño ya anciano y casi ciego, soñando monstruos con los ojos abiertos contra el hombre.
El epicentro de la anunciación se encuentra ya lejos, pero a pesar de que la multitud ha amainado son muchos los que siguen dirigiéndose adonde el vicario ha comenzado a invocar; se nota en la urgencia de los rezagados que aceleran la ascensión entre murmullos de oraciones. El hombre no recordaba que la calle bajase tanto, ni que fuera una única acera la que conduce al sur. La cercanía de este se siente, el paisaje se degrada y cada vez es más el polvo que ensucia el aire. De las paredes se desprenden trozos de revoque; los árboles han desaparecido (el hombre no sabe decir si de repente o ya venían raleando) y el calor no da tregua, a pesar de que el ocaso está al caer. Los ascendentes ya no van en grupos, sino que son pocos y sueltos; si acaso una pareja. El que parece ser el último de la fila de fieles saluda al hombre… con una sonrisa.
Por primera vez desde que comenzó el descenso el hombre ve únicamente su propia sombra. Las últimas casas han quedado atrás y al hombre solo lo protege la intemperie ahora gris. Un poco más abajo, una pared marca el final de su camino pero no el inicio de otro. El hombre se jura que nunca ha estado aquí antes, y menos antes esta pared que se extiende más allá de donde se pierde la vista. Por un momento se vuelve y contempla el camino, una larga cuesta arriba por la que ya no se ve ninguna espalda. El hombre pasa la mano por la pared y encuentra un pequeño agujero. Se agacha, cierra un ojo y con el otro mira a través: una larga cuesta arriba por la que ya no se ve ninguna espalda. Se da la vuelta y emprende el regreso. Los primeros fieles no tardarán en regresar, cansados y felices.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 15: La Niña Bonita)
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