1
A pesar de haberse imaginado la escena durante siglos, el bullicio multiplica el hastío del hombre, el sopor de haberse conformado a perder lo que nunca fue costilla. Solo ahora sabe que es inevitable, cuando el poso de lo imposible desprende una fina arena que se mezcla con la sangre y se incrusta bajo sus uñas como esquirlas de un cristal milenario. Quiere que aquello pase rápido, sacudirse el dolor de las entrañas; transitar el sacrificio, como un escolar que acude a su cita con el pupitre. El hombre arrastra los pies tras el anfitrión; el camino despejado hacia la mesa de disecciones.
2
El hombre deja el corazón sobre la mesa de plata. Algunos invitados aplauden. Otros siguen fumando bajo la nube de plumas. Una mujer de aspecto frágil baila sola en un rincón iluminado. El hombre busca en su bolsillo, vigila el metal con sus dedos. El aplauso se diluye rápido y se confunde con el estruendo de las demoliciones, el humo naranja contra el cielo cobrizo, más allá de las ventanas. El hombre desearía estar fuera, componiéndoles canciones a las esquirlas, hurgando entre los cuerpos pozos como el suyo. Los resplandores del derribo le entablan una competencia que lo decepciona.
El hombre se pasea por las galerías en sombra, se resiste a abandonar los flancos de la fiesta, a dar el paso al centro. Allí la mesa reluce; parece que latiera.
3
El hombre profundiza demasiado. Sobre él, las plumas parecen volver a las aves.
El ojo gigante comienza a emitir. La mayoría deja lo que no está haciendo y se agolpa frente a la imagen. Todos miran ahora a un bebé que gatea. El bebé alcanza al perro y se pone de pie tirando de la cola del animal. Los invitados ríen; algunos ríen y lloran. La mujer de aspecto frágil baila con los ojos cerrados en el rincón más luminoso. Nadie más que el hombre se fija en su ceguera o su baile.
Más imágenes, más risas: la fiesta. De pronto aparecen mujeres jóvenes con pompones blancos. Se pasean entre los invitados con pasteles de zanahoria. Los enseñan, no ofrecen. Algunos dedican aplausos a los pasteles. Al hombre le gustaría preguntarse por qué todas las mujeres se dedican a hacer o servir pasteles de zanahoria en algún momento de sus vidas, pero la espera del turno lo ha vuelto transparente.
4
La mujer frágil aparece ante el hombre como si hubiera bajado del cielo o del techo. Lleva los ojos abiertos y blancos y redondos; la carne caída envuelta en lentejuelas. Se contonea delante de él, se agacha o se estira. La mano pequeña hurga en el agujero del pecho pero sin buscar nada. Solo hurga aquello cada vez más limpio y vacío. Pero el hombre no baila, no sabe. Cuando ella se aburre de insistir, cierra los ojos y sigue bailando sola. Pero ya no es la mujer frágil y menuda. Ahora es alta, hasta esbelta. El hombre piensa que lleva su altura con dignidad o elegancia.
5
El bebé y el perro dejan paso a un gato que juega con un ovillo de lana; luego un coche se incendia; luego un hombre llora en la calle rodeado de bolsas mientras otro hombre lo mira.
Un timbre o una campana asusta a los pájaros.
6
El hombre se acerca a la mesa de plata con el arma fuera del bolsillo, apenas por encima de la cintura. El corazón es un pájaro agazapado. El hombre sabe que debe darse prisa o la ofrenda morirá de miedo. Todos siguen distraídos cuando aprieta el cabo del cuchillo. El hombre cierra los ojos esperando el fin de la espera.
No sabe cuánto tiempo pasa con la intención de matar sin herir.
A pesar del barullo escucha los pasos breves de la mujer de aspecto enorme acercándose por detrás. La mujer desliza su mano sobre el brazo del hombre y se cierra sobre la mano cerrada sobre el cuchillo. Los dedos aprietan, llegan hasta el hueso. El dolor es un oasis.
Ahora lo guía, le enseña cómo hender. Juntos hacen el tajo. El filo se hunde sobre el tejido mantecoso, como si fuera una tarta de bodas.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 20: La Fiesta)
No hay comentarios:
Publicar un comentario