El callejón de las edades se despliega como el preludio de aquello que
revelará al hombre su propia denominación, su propio eco.
El hombre no es viejo, no.
No camina encorvado ni su paso es achacoso, ni siquiera se le doblan los
hombros a pesar de cierta curvatura del ánimo. Tampoco teme perder lo ganado,
ni suspira por archivar secuelas. Y ni mucho menos lo novedoso le resulta
incomprensible o tácitamente innecesario. No espera por esperar ni archiva
resignaciones ni se remite a lo mejor del pretérito ni atrasa los relojes en la
búsqueda afanosa del haber sido otro. Sí que combina recuerdos y olvidos, pero
quién no lo ha hecho cuando el sol comienza a levantarse y las pecas del día
empiezan a manchar lo que tendrá por delante. El hombre no es viejo, lo sabe.
Mira de frente lo que sea que quede de vida, a expensas del mismo subjuntivo
que lo hermana con el malvón de la maceta, con el perro del vecino y con los
hijos de ambos.
El hombre no es joven, no.
Y no lo es ni siquiera inflando como un globo la polisemia de aquel defecto que
se curaba con el tiempo, maldita daga.
No es primaveral ni germinal, y hasta la línea de sombra del atardecer le
resulta casi transparente. Ni se asombra ya el hombre que no es joven. En su
estado, el entusiasmo es aquello que precisa de un mar muerto de reflexiones
antes de sonar como campana. Apenas distingue brasas de rescoldos; la poca
llama que se agita es de un sepia vivaz. Todas las esferas le parecen ovaladas;
todas las simetrías van con el eje quebrado; el plano infinito presenta los bordes
a la vuelta de la esquina. Si conversa es apenas nada. El hambre es solo ansia
y el sueño tiene de presagio lo que el mármol de la vigilia tiene de ensueño.
Su paso es animado, sí, pero más se tensa como huida que como algarabía por
llegar. Atrás queda casi todo, y por delante no hay sino un musgo que no es
desánimo, más bien tentación de resbalar sin para qué, un deseo
pluscuamperfecto que acaba hermanándolo con lo extinto, casi con lo
etimológico.
El hombre que no es viejo
ni joven no cae en la trampa de la mediana edad. No. Ese ni fu ni fa no lo
engaña. Ni en cifras ni en letras; ni dividiendo por dos ni apelando, otra vez,
a la laxitud del sentido. Medianos son los del medio, se dice, los que ni una
cosa ni otra, los soles de la tibieza. Aquellos que con tierna osamenta se
atreven a revelar el mapa de los huesos, los que aligeran toda la carga con
argumentos de vuelo libre, los que a través de sí mismos convocan ardides de
aniversario. La medianía no existe, confirma, y la equidistancia no es sino el lujo
de quienes, instalados en el extremo, conocen el desenlace y lo maquillan.
El hombre no es del
gerundio, tampoco. No impera ni en este ni en ningún instante, pues la
conciencia de estar siendo nace ya abortada. A pesar de ello, a pesar del
cúmulo de arbitrariedades, de la pausa que todo lo suspende; a pesar del
recelo, del estigma, de la extraña forma de mirarse; a pesar de la savia, de
las bocas, de todas las pocas edades que adormecen en la rabia, el hombre da el
paso. Y espera el eco como quien escribe su propio nombre.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 31: La Luz)
No hay comentarios:
Publicar un comentario