lunes, 7 de abril de 2014

Sergio Larraín

La obsesión de Sergio Larraín por fotografiar "seres comunes" no fue menor que la de mantener el pulso de su propia vida, y ambas las aplicó con igual rigor.

Existen, nos consta, los fotógrafos de interior. Aquellos que, rodeados de focos y accesorios, intentan romper los corsés del hecho artístico o, al menos, asegurarse una jugosa facturación en condiciones de cero absoluto, las que brinda el hábitat dirigido e invariable del estudio fotográfico. Sin embargo, la palabra fotógrafo remite casi por necesidad a intemperie, a movimiento incesante, a astrónomo especializado en la altura de los ojos. Aunque más no sea para enfatizar el vaivén dialéctico que se produce entre el sujeto en movimiento y el estatismo que la fotografía otorga al objeto retratado, el fotógrafo ha de transcurrir por inclemencias y vagabundeos largos, e incorporar al retrato el calor y los olores que no se imprimen en el papel.


De todo ello, y de un talento casi asilvestrado, se compone el arte de Sergio Larraín (Santiago de Chile, 1931-2012), cuyo camino vital le llevó de una familia adinerada y de los iniciales liceos privados a “tener una profesión de vagabundo para buscar la verdad”. De allí a la fotografía solo medió una cámara Leica, con la que tomó sus primeras instantáneas. Un trabajo de encargo de dos asociaciones benéficas le colocó delante de niños vagabundos de su ciudad natal. A partir de entonces se dedicaría en exclusiva a la fotografía. Y lo hizo con tanto ahínco que el MOMA de Nueva York adquirió dos de sus obras cuando apenas había cumplido los 25 años. Se instaló en Londres y más tarde en París, donde entre muchos otros conoció a Julio Cortázar. Uno de los retratos urbanos de Larraín, y un comentario suyo al autor de Rayuela acerca de la aparición casi mágica de “un acto de malas costumbres” descubierto tras revelar una fotografía, dio pie al cuento “Las babas del diablo”, el cual, a su vez, inspiró la película de Antonioni, Blow-Up.

Para entonces Henri Cartier-Bresson ya se había turbado ante aquellas fotografías de niños vagabundos chilenos y le había propuesto ingresar en la mítica agencia Magnum. Allí permanecería algo más de diez años. A la par de su trabajo fotográfico crecen su interés y el estudio de la cultura oriental. Sin embargo, a finales de la década de los años sesenta abandona prácticamente la fotografía para recluirse en la ciudad de Ovalle, al norte de Santiago de Chile, con la meditación y el yoga como exclusivos compañeros de existencia. A partir de entonces, y hasta su muerte en 2012, desaparece el Larraín público y comienza a forjarse la leyenda de uno de los fotógrafos más personales del siglo xx. Aquel que dio visibilidad a seres hasta entonces vedados a los objetivos, el que hizo de la espontaneidad y el reflejo elementos de la profundidad y la perspectiva. Aquel que de tanto vagar acabó necesitando aferrarse a una tierra, pequeña, estática, donde dejar al vuelo su alma errante.

Alejandro Feijóo


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