La
obsesión de Sergio Larraín por fotografiar "seres comunes" no fue
menor que la de mantener el pulso de su propia vida, y ambas las aplicó con
igual rigor.
Existen, nos consta,
los fotógrafos de interior. Aquellos que, rodeados de focos y accesorios,
intentan romper los corsés del hecho artístico o, al menos, asegurarse una
jugosa facturación en condiciones de cero absoluto, las que brinda el hábitat
dirigido e invariable del estudio fotográfico. Sin embargo, la palabra fotógrafo remite casi por necesidad a
intemperie, a movimiento incesante, a astrónomo especializado en la altura de
los ojos. Aunque más no sea para enfatizar el vaivén dialéctico que se produce
entre el sujeto en movimiento y el estatismo que la fotografía otorga al objeto
retratado, el fotógrafo ha de transcurrir por inclemencias y vagabundeos
largos, e incorporar al retrato el calor y los olores que no se imprimen en el
papel.
De todo ello, y de un
talento casi asilvestrado, se compone el arte de Sergio Larraín (Santiago de
Chile, 1931-2012), cuyo camino vital le llevó de una familia adinerada y de los
iniciales liceos privados a “tener una profesión de vagabundo para buscar la
verdad”. De allí a la fotografía solo medió una cámara Leica, con la que tomó sus
primeras instantáneas. Un trabajo de encargo de dos asociaciones benéficas le
colocó delante de niños vagabundos de su ciudad natal. A partir de entonces se
dedicaría en exclusiva a la fotografía. Y lo hizo con tanto ahínco que el MOMA
de Nueva York adquirió dos de sus obras cuando apenas había cumplido los 25
años. Se instaló en Londres y más tarde en París, donde entre muchos otros
conoció a Julio Cortázar. Uno de los retratos urbanos de Larraín, y un
comentario suyo al autor de Rayuela acerca
de la aparición casi mágica de “un acto de malas costumbres” descubierto tras
revelar una fotografía, dio pie al cuento “Las babas del diablo”, el cual, a su
vez, inspiró la película de Antonioni, Blow-Up.
Para entonces Henri
Cartier-Bresson ya se había turbado ante aquellas fotografías de niños
vagabundos chilenos y le había propuesto ingresar en la mítica agencia Magnum.
Allí permanecería algo más de diez años. A la par de su trabajo fotográfico
crecen su interés y el estudio de la cultura oriental. Sin embargo, a finales
de la década de los años sesenta abandona prácticamente la fotografía para
recluirse en la ciudad de Ovalle, al norte de Santiago de Chile, con la
meditación y el yoga como exclusivos compañeros de existencia. A partir de
entonces, y hasta su muerte en 2012, desaparece el Larraín público y comienza a
forjarse la leyenda de uno de los fotógrafos más personales del siglo xx. Aquel
que dio visibilidad a seres hasta entonces vedados a los objetivos, el que hizo
de la espontaneidad y el reflejo elementos de la profundidad y la perspectiva.
Aquel que de tanto vagar acabó necesitando aferrarse a una tierra, pequeña,
estática, donde dejar al vuelo su alma errante.
Alejandro
Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 31: La Luz)
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