lunes, 7 de abril de 2014

Ray Loriga: Za Za, emperador de Ibiza

Ray Loriga, el otrora enfant terrible de la narrativa española, da nuevas muestras de su olfato literario en esta historia de drogas perfectas y perdedores no menos intachables.

A principios de los años noventa, un jovencito llamado Ray Loriga (Madrid, 1967), de rasgos afilados y cigarrillo sempiterno, sacudía el mercado literario español con un par de novelas que golpearon de la cintura para abajo. La crítica fue prácticamente unánime a la hora de calificar el envite, y no tardó en asociarle epítetos como “Generación X” o “realismo sucio” y confraternizaciones con señores como Burroughs o Kerouac. Eran tiempos aquellos en los que la Hispania se subía las medias, deseosa de mostrar al resto del mundo que ella también sabía usar ligueros y que había aprendido a depilarse. Eran tiempos de juegos olímpicos, de trenes que van muy rápido y de ganar subvenciones a fondo perdido; tiempos de medallas de oro, de exposiciones universales muy localistas y de hacer la vista gorda con los gordos de vista.


Hoy, por estos días, en este presente que duerme encerrado en un pasillo, Ray Loriga es ya menos jovencito; el tiempo y sus circunstancias desafilaron sus rasgos y la presencia del cigarrillo queda sujeta a las normas de la ley antitabaco. Ya no es tan prolífico en las novedades literarias, pues al mercado se le ensancharon las caderas y ya no se deja sacudir como antes, porque son menos los que compran y más los que desean publicar; porque en el fondo a todos nos interesa un poco menos casi todo. Son tiempos estos en los que la Hispania ha vuelto a estirarse la falda por debajo de las rodillas, avergonzada del súbito empobrecimiento, de no tener para depilarse. Son tiempos de fracasos olímpicos, de rescates bancarios, de trenes que chocan porque el ahorro llegó a las señales de seguridad; tiempos de atrasar el reloj, de misas por televisión y de instalar cuchillas en las fronteras.

Son tiempos también de llegar tarde, como hizo Loriga en su cita con Esto No Es Una Revista y otras dos publicaciones digitales. A pesar de que la noche ya se había cerrado sobre Madrid, el autor apareció detrás de unas gafas oscuras y delante de unas piernas que titubeaban a causa de un estado etílico confesado de inmediato y por todos aceptado casi como parte de una decoración necesaria. La excusa del encuentro, la publicación de su última novela Za Za, emperador de Ibiza (Alfaguara 2014), no tardó en revelarse como lo que era, una excusa para conversar sobre excusas, sobre Batman y Robin, Henry Rollins y Jaime Gil de Biedma; sobre Franco, Cole Porter, Jorge Cafrune y las mujeres rosarinas. Al fin y al cabo, Za Za, emperador de Ibiza es precisamente eso, un pretexto literario desde el que disparar balas de mortero contra la felicidad como argumento vital y exclusivo, como columna vertebral de una sociedad que cabalga entre la tecnología convergente y la putrefacción de lo recíproco. Un pretexto contra la felicidad que, por cierto, regala bastante diversión a lo largo de sus doscientas páginas.

Pero la risa no es crítica, al menos no lo es necesariamente. “La risa es una posición frente a los asuntos de la vida –aclara Loriga–. La gente me dice: «Criticas el mundo». No critico el mundo. Lo veo, intento descifrarlo. Escribir es tomar posiciones. Tú no escribes un libro sobre el mundo, escribes un libro desde un lugar del mundo. Lo que yo cuento es la defensa de una perspectiva”. La confesión tiene algo de autodesmitificación. No en vano estamos frente a uno de los enfant terrible de las letras contemporáneas en castellano. “Me he dado el permiso de envejecer –admite–. Publiqué a los 21 años mi primer libro, tengo 47, son muchos años haciendo lo mismo. He sujetado a mis hijos, les he dado de comer, he tenido mil aventuras… Y me dije, «Por qué no un libro para mí». Para hacerme gracia a mí mismo. Para caerme bien a mí mismo”.

Por hacer justicia a la anécdota que sostiene la novela, Za Za es un dealer retirado en la exorgiástica isla de Ibiza que vive una prejubilación gracias a lo que supo amarrocar de sus tiempos de frenesí, cuando todos consumían frívolamente lo que Za Za vendía con rigor notarial. El tiempo presente transcurre lento para Za Za, casi arrastrándose (“Time will crawl”, predijo Bowie), a pesar de que los meses de junio y julio se hayan fusionado por los recortes presupuestarios y se hayan unido en el mes de “junlio”. El plot point es la aparición de un personaje del pasado, que rompe la inercia de la vejez anticipada para sumergirlo en otro frenesí, en apariencia libidinoso pero en esencia igual de comprometido que aquel de la cocaína. La oposición que se crea entre el deseo de quietud y el carrusel desenfrenado de la trama hace que el libro, obviamente, se lea de una sentada. El dulce calvario de Za Za, su espejo envenenado, se llama “zaza”, la droga perfecta, aquella que garantiza una felicidad sin efectos secundarios. La presencia casi totémica de un yate de dos cuadras de eslora y la sucesión de personajes que se mueven entre la hilaridad y lo estrambótico (pistoleros rusos, enanos bien dotados, adolescentes videntes y científicos sudafricanos), entre el disparate y la desproporción (no falta la zoofilia), empuja a la novela hacia un desenlace que puede dejar al lector más o menos satisfecho, según su grado de exigencia.

En cualquier caso, al libro casi nada le falta: menciones explícitas a Conrad, elípticas a La naranja mecánica, drogas adulteradas que llevan el nombre de Obama, dosis de independentismo catalán, alusiones a Boca Juniors y al barrio de Palermo, experimentos en Suazilandia, un delicado equilibrio entre el absurdo y el realismo de ciencia ficción y muchos, muchos nombres que empiezan con zeta. Pero el éxtasis narrativo tuvo su origen en una imagen opuesta a la urgencia. “Za Za se me ocurrió yendo en coche. Como yo no sé conducir y siempre me llevan, tengo la obligación de mirar. Y ves a un señor ahí sentado, en un banco, al sol, en un buen día de otoño. Una persona que está tranquila en cualquier sitio... Eso es Za Za, un viejo prematuro”. Para su desgracia, Za Za se ve envuelto en una road movie que tiene poco de millas por la carretera y mucho de categoría senior, una carrera alocada sin moverse del lugar, donde las experiencias son las que llegan hasta los personajes en lugar de que estos se muevan en busca de las circunstancias.

No hay en Za Za nostalgia por el pasado, por “ese mundo distinto que es el pasado reciente”. Por eso Loriga se arriesga a proclamar: “Hay que aprender a morir ya, enseguida”. Una consigna que, en verdad, nada tiene que ver con la apología del suicidio y mucho con el elogio de la pérdida. “Decía Coppola –cita Loriga– que el que no ha tenido algo y lo ha perdido todavía no es nadie. Esa idea me gusta mucho”. Acaso por ello insiste en que lo alejen de la leyenda del perdedor. “A mí me gusta ganar. Soy del Real Madrid y me gusta ganar, no perder. Lo que me gusta es desprenderme de las cosas”. A fin de cuentas, dice el personaje Za Za que dice que el novelista Loriga, “la razón que ha sujetado el mundo es la expansión del expolio, no de la pena”.

El autor agradece a Pepa Benavent por la invitación y la gestión de la entrevista.

Alejandro Feijóo





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