Ray Loriga, el
otrora enfant terrible de la
narrativa española, da nuevas muestras de su olfato literario en esta historia
de drogas perfectas y perdedores no menos intachables.
A principios de los años noventa, un
jovencito llamado Ray Loriga (Madrid, 1967), de rasgos afilados y cigarrillo sempiterno,
sacudía el mercado literario español con un par de novelas que golpearon de la
cintura para abajo. La crítica fue prácticamente unánime a la hora de calificar
el envite, y no tardó en asociarle epítetos como “Generación X” o “realismo
sucio” y confraternizaciones con señores como Burroughs o Kerouac. Eran tiempos
aquellos en los que la Hispania se subía las medias, deseosa de mostrar al
resto del mundo que ella también sabía usar ligueros y que había aprendido a
depilarse. Eran tiempos de juegos olímpicos, de trenes que van muy rápido y de ganar
subvenciones a fondo perdido; tiempos de medallas de oro, de exposiciones
universales muy localistas y de hacer la vista gorda con los gordos de vista.
Hoy, por estos días, en este presente que
duerme encerrado en un pasillo, Ray Loriga es ya menos jovencito; el tiempo y
sus circunstancias desafilaron sus rasgos y la presencia del cigarrillo queda sujeta
a las normas de la ley antitabaco. Ya no es tan prolífico en las novedades
literarias, pues al mercado se le ensancharon las caderas y ya no se deja
sacudir como antes, porque son menos los que compran y más los que desean
publicar; porque en el fondo a todos nos interesa un poco menos casi todo. Son
tiempos estos en los que la Hispania ha vuelto a estirarse la falda por debajo
de las rodillas, avergonzada del súbito empobrecimiento, de no tener para
depilarse. Son tiempos de fracasos olímpicos, de rescates bancarios, de trenes
que chocan porque el ahorro llegó a
las señales de seguridad; tiempos de atrasar el reloj, de misas por televisión
y de instalar cuchillas en las fronteras.
Son tiempos también de llegar tarde, como
hizo Loriga en su cita con Esto No Es Una
Revista y otras dos publicaciones digitales. A pesar de que la noche ya
se había cerrado sobre Madrid, el autor apareció detrás de unas gafas oscuras y
delante de unas piernas que titubeaban a causa de un estado etílico confesado de
inmediato y por todos aceptado casi como parte de una decoración necesaria. La
excusa del encuentro, la publicación de su última novela Za Za, emperador de Ibiza (Alfaguara 2014), no tardó en revelarse como
lo que era, una excusa para conversar sobre excusas, sobre Batman y Robin,
Henry Rollins y Jaime Gil de Biedma; sobre Franco, Cole Porter, Jorge Cafrune y
las mujeres rosarinas. Al fin y al cabo, Za
Za, emperador de Ibiza es precisamente eso, un pretexto literario desde el
que disparar balas de mortero contra la felicidad como argumento vital y
exclusivo, como columna vertebral de una sociedad que cabalga entre la
tecnología convergente y la putrefacción de lo recíproco. Un pretexto contra la
felicidad que, por cierto, regala bastante diversión a lo largo de sus doscientas
páginas.
Pero la risa no es crítica, al menos no
lo es necesariamente. “La risa es una posición frente a los asuntos de la vida
–aclara Loriga–. La gente me dice: «Criticas el mundo». No critico el mundo. Lo
veo, intento descifrarlo. Escribir es tomar posiciones. Tú no escribes un libro
sobre el mundo, escribes un libro desde un lugar del mundo. Lo que yo cuento es
la defensa de una perspectiva”. La confesión tiene algo de autodesmitificación.
No en vano estamos frente a uno de los enfant
terrible de las letras contemporáneas en castellano. “Me he dado el permiso
de envejecer –admite–. Publiqué a los 21 años mi primer libro, tengo 47, son
muchos años haciendo lo mismo. He sujetado a mis hijos, les he dado de comer,
he tenido mil aventuras… Y me dije, «Por qué no un libro para mí». Para hacerme
gracia a mí mismo. Para caerme bien a mí mismo”.
Por hacer justicia a la anécdota que
sostiene la novela, Za Za es un dealer
retirado en la exorgiástica isla de Ibiza que vive una prejubilación gracias a
lo que supo amarrocar de sus tiempos de frenesí, cuando todos consumían
frívolamente lo que Za Za vendía con rigor notarial. El tiempo presente transcurre
lento para Za Za, casi arrastrándose (“Time will crawl”, predijo Bowie), a
pesar de que los meses de junio y julio se hayan fusionado por los recortes
presupuestarios y se hayan unido en el mes de “junlio”. El plot point es la aparición de un personaje del pasado, que rompe la
inercia de la vejez anticipada para sumergirlo en otro frenesí, en apariencia libidinoso
pero en esencia igual de comprometido que aquel de la cocaína. La oposición que
se crea entre el deseo de quietud y el carrusel desenfrenado de la trama hace
que el libro, obviamente, se lea de una sentada. El dulce calvario de Za Za, su
espejo envenenado, se llama “zaza”, la droga perfecta, aquella que garantiza
una felicidad sin efectos secundarios. La presencia casi totémica de un yate de
dos cuadras de eslora y la sucesión de personajes que se mueven entre la
hilaridad y lo estrambótico (pistoleros rusos, enanos bien dotados,
adolescentes videntes y científicos sudafricanos), entre el disparate y la
desproporción (no falta la zoofilia), empuja a la novela hacia un desenlace que
puede dejar al lector más o menos satisfecho, según su grado de exigencia.
En cualquier caso, al libro casi nada le
falta: menciones explícitas a Conrad, elípticas a La naranja mecánica, drogas adulteradas que llevan el nombre de
Obama, dosis de independentismo catalán, alusiones a Boca Juniors y al barrio
de Palermo, experimentos en Suazilandia, un delicado equilibrio entre el
absurdo y el realismo de ciencia ficción y muchos, muchos nombres que empiezan
con zeta. Pero el éxtasis narrativo
tuvo su origen en una imagen opuesta a la urgencia. “Za Za se me ocurrió yendo
en coche. Como yo no sé conducir y siempre me llevan, tengo la obligación de
mirar. Y ves a un señor ahí sentado, en un banco, al sol, en un buen día de
otoño. Una persona que está tranquila en cualquier sitio... Eso es Za Za, un
viejo prematuro”. Para su desgracia, Za Za se ve envuelto en una road movie que tiene poco de millas por
la carretera y mucho de categoría senior,
una carrera alocada sin moverse del lugar, donde las experiencias son las que llegan
hasta los personajes en lugar de que estos se muevan en busca de las
circunstancias.
No hay en Za Za nostalgia por el pasado,
por “ese mundo distinto que es el pasado reciente”. Por eso Loriga se arriesga
a proclamar: “Hay que aprender a morir ya, enseguida”. Una consigna que, en
verdad, nada tiene que ver con la apología del suicidio y mucho con el elogio
de la pérdida. “Decía Coppola –cita Loriga– que el que no ha tenido algo y lo
ha perdido todavía no es nadie. Esa idea me gusta mucho”. Acaso por ello
insiste en que lo alejen de la leyenda del perdedor. “A mí me gusta ganar. Soy
del Real Madrid y me gusta ganar, no perder. Lo que me gusta es desprenderme de
las cosas”. A fin de cuentas, dice el personaje Za Za que dice que el novelista
Loriga, “la razón que ha sujetado el mundo es la expansión del expolio, no de
la pena”.
El
autor agradece a Pepa Benavent por la invitación y la gestión de la entrevista.
Alejandro
Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 31: La
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