Un día, el hijo de Santana cumple años. Un viaje a la celebración en el cotidiano de inmigrantes y asimilados en la capital de un país que (hasta ahora) sigue siendo Europa.
Me sonaba el tal Santana, aunque no acertaba a casar cara con nombre. La cita era en la puerta del colegio, desde allí el padre de Santana llevaría a los invitados en la parte de atrás de una furgoneta.
La verdad es que aquí en Europa no se hacen así las cosas, de modo que moví mis hilos y conseguí que una madre española llevara caminando a su hijo español y a mi hija española hasta la sede del ágape. Así se lo comuniqué por teléfono a quien se presentó como “señora Santana”. Ella me contestó que estaría “mirando por la ventana”.
La verdad es que aquí en Europa no se hacen así las cosas, de modo que moví mis hilos y conseguí que una madre española llevara caminando a su hijo español y a mi hija española hasta la sede del ágape. Así se lo comuniqué por teléfono a quien se presentó como “señora Santana”. Ella me contestó que estaría “mirando por la ventana”.
Cuando caí por la zona era ya de noche y las ventanas parecían tapiadas. Subí por unas escaleras oscuras. En el tercero salía música de una puerta que se abrió antes de que yo la golpeara. Me abrazó efusivo un joven hermano latinoamericano, bigotito finito, camisa blanca. Se presentó como el padre de Santana: Soy el padre de Santana, me dijo. El núcleo del cumpleaños se desarrollaba en un salón pequeño, donde se arracimaban una docena de chavales y otros tantos adultos; aquellos, culturalmente diversos; estos, de la parte joven del mundo.
El reguetón me aturdió desde el principio. Pero los pibes parecían enganchados en el baile, al que los animaba una mujer de camisa y pantalones ajustados, en el centro de la pista, a quien por cuyas expresiones de algarabía reconocí como la señora Santana. Alguien me ofreció al mismo tiempo jamón español, un guiso de dudosa procedencia y pochoclo. Acepté todo.
Santana parecía un poco aturdido entre sus amigos, y también por la ropa donde lo habían embutido: camisa abotonada hasta arriba, pantalón de vestir, zapatos negros de cordones, corbata también oscura. En el suelo había un montón de papel picado. La música salía de los altavoces de la televisión, ubicada cerca del techo, sobre una plataforma pegada a la pred, como en un bar. Había que levantar mucho la cabeza para mirarla. Algunos globos volaban de acá para allá, sobre la cabeza de la señora Santana, cuyos movimientos escenificaban las sugerentes letras del reguetón.
Por fin llegó la torta. El padre del chico se subió a una silla, sacó la música y puso un DVD con dibujitos, “así los chicos se entretienen”. Todos los chicos se retiraron un par de pasos y levantaron sus cabecitas hacia el techo. A los dos minutos llegó la torta. Entonces la señora Santana se subió a la silla, sacó los dibujitos y puso otro CD, esta vez con grabaciones del Feliz Cumpleaños. Y los niños bajaron las cabezas. De pronto se escuchó: “A ver las chicas”. Mi hija y el resto de féminas rodearon a Santana, que no cambió su aspecto cetrino ni con el Happy Birthday. Al final de la canción, el chico de la corbata apagó una vela grande con el número 7. Sin tiempo a nada, la señora Santana dijo: “A ver los chicos”, y de la tele salió el Cumpleaños Feliz tal como lo cantamos en Hispanoamérica. Al final de esta versión, el chico triste apagó la misma vela grande de antes. Por un momento me pareció que iba a sonreír, pero el achuchón al unísono de los Santana abortó el despegue de sus labios.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 2: El Niño)
No hay comentarios:
Publicar un comentario