domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_26: Deltas

Una isla que no es isla se convierte en el escenario de un adiós mucho más antiguo que sus protagonistas.

No es una isla y sin embargo llegan en bote. Hay quien llama deltas a estas desemboca­duras, así lo hace al menos la gente del lugar. Pero la cabaña pequeña y despojada a la que se dirigen la mujer de piel cerosa y el hombre impermeable se encuentra en un saliente de tierra firme unida por tierra al resto de tierra firme. El hombre sabe que, en el peor de los casos, podrá regre­sar caminando a su lejano hogar.

El joven remero lo ayuda a bajar del bote ya atracado y todavía tambaleante; alrededor de las maderas crujientes el agua es barrosa porque por allí el río y el mar se juntan; el remero la ayuda luego a ella a salir del bote tambaleante, ofreciéndole una de sus manos macizas; ella se revela ágil y salta sobre esas maderas que hacen de muelle.
Entonces el hombre se percata de que ella lleva un pañuelo en la cabeza y de que el remero también usa una gorra mientras sus cabellos comienzan a quebrarse, y los ojos del remero y la mujer se cruzan y la mujer sonríe haciendo un esfuerzo por no sonreír y el hombre descubre que ella y el remero se conocen, porque seguramente no es la primera vez que ella llega, sin apenas equipaje y con otros hombres impermeables o no, a retozar en la cabaña destartalada de eso que no es una isla y en la que sin embargo hay que desem­barcar.

***

Está oscuro, y el hombre apenas divisa las manos de la mujer de piel aciruelada; tal vez hayan muerto un par de noches desde que bajaron del bote, tal vez tres pero de ningún modo una, ya que recuerda que ha habido oportunidad de inhibirse y oportunidad de comprobarlo. (El marco teórico destaca necesario: para la mujer de piel granate, el amor constituye un fabuloso caudal en el que todo guijarro florece; una característica sobredimensionada, y en ningún caso universal, del temperamento de algunos, para él). Las manos de la mujer frotan lo que esa misma tarde ha sido bautizado como amuleto y que no es sino un tornillo más de los tornillos de las ruinas lejanas, aunque este favorecido por el primitivo azar que lo designó no común, durante uno de los paseos por los agrestes alrededores; paseos que la mujer propone cada vez con más insistencia, tal vez con la finalidad de airear sus sentimientos; tal vez para que el hombre impermeable se impregne de la salinidad, de la luz metalizada, del concepto “despo­jo” que flota por aquel aire, y acabe por mancillar la tupida urdimbre que, según insistente opinión de la mujer, no le deja “sentir los sentimientos”. Sin embargo, en uno de esos paseos, mediando cielos de distancia entre los dos cuerpos que caminan uno junto al otro, los amantes (eso son para quienes en la ciudad esperan su rejuvenecido regreso) inician, casi sin desearla, una conversación común, libre del eslabón de la verdad que se demanda cuando el amor es tema. Cambian palabras como se suceden los pasos, y aun avanzando contra el viento se escuchan cada uno sus pretéritos, dichos para aquel otro que no es el de al lado; hallazgos, pertenencias y otros países, los de ella; él tiene trenes y laberintos que contar; la mujer habla de un hombre antiguo que se ocupaba de músicas, hasta que un verano se soltó; el hombre no sabe cuál contar, ninguna parece historia de hombre impermeable y entonces vuelve a callar, los ojos puestos en las ruinas, las lejanas ruinas dice la gente del lugar, y que ahora constituyen un esqueleto al que llegar.

Son mohosas las hebras que marcan el perímetro de lo que un día fue el radiante movimiento de estas ruinas; el hombre impermeable sabe que para la mujer de piel rojiza las ruinas muer­tas deben interpretarse como un espacio netamente vital, que, aunque cautivo del tiempo que representa, ofrece brechas por las que leer claves magistrales; la mujer, por su parte, sabe que, para el hombre, aquellas ruinas no son más que lo que su contorno dibuja sobre el cielo sucio: vehículos encastrados unos en otros, del tiempo en el que a los deltas no se llegaba en bote. Se juntan la mujer y el hombre, sobre la cuerina de una vieja butaca ajena al óxido que la rodea; las aves que a menudo revolotean en las ruinas hoy están en tierra; dos graznan desde el techo de un coche que supo ser rojo y ahora es óxido salino; otras dos mudan plumaje en el interior de la cabina de algo que fue un camión; varias se reúnen en torno a una rueda; mientras el hombre y la mujer se desprenden de la película de suciedad: cada uno con su brazo, contra sus propias nalgas; el tornillo que se llamará amuleto aparece en medio de un amasijo espiralado, hundido el cabo en la tierra oscura, reverente.

Y la escena es de adiós no solo por el ocaso.

***

Regresan por otro camino que no es atajo. Lo único que no merece ser llamado oscuridad son las lenguas plateadas que refulgen desde los antiguos cráteres.

Una de ellas ilumina el cuerpo del animal, ladeado sobre el barro, las entrañas carcomidas, intacta la parte más dura del cuero. El hombre se agacha y levanta una de las patas, para ver mejor el esqueleto. La mujer, de pie, la mano en la boca, lamenta el arrojo que no se le dedica.

***

El bote llega puntual a su cita, a pesar de que el hombre espera desde el alba. No hay más pasajeros. Al nuevo remero (las manos huesudas) le divierte que el hombre viaje sin siquiera un bolso.


Alejandro Feijóo







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