domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_24: Enero uno. Espejo nueve

El hombre se mira al espejo y se encuentra de golpe convertido en el lector de un relato que se mira al espejo y se encuentra de golpe convertido en personaje.

El espejo uno es el de desvestirse, pues el hombre casi siempre entra a su casa pese a que apenas sale. Y menos un uno de enero del año del laberinto, flamante él con sus codos y escondrijos. La mañana se estrecha más de este lado de la puerta de entrada cerrada, y no es claridad el reflejo que le llega de la cocina. Hace más frío que ayer, o eso le parece, expuesto como está al verse del reflejo. El silencio es el propio de la fecha, cuando el resto duerme los excesos en los que el hombre no incurrió, pues en soledad hasta la conducta presenta curvas. Estira el brazo hasta el abrigo y se planta con él frente al hombre de pijama con un abrigo sobre los hombros: una celebridad borracha de éxitos, el mundo a sus pies, allá lejos, sueño abajo. Se calza las mangas que le enfrían los brazos.
Ve cómo un señor solitario se abotona a sí mismo. Hace un esfuerzo titánico por no pensar que es la primera vez que se abotona en el año del laberinto. Fracasa. La debilidad ante la tentación lo arma de razones y eso lo ayuda a calentarse. Invierte el camino y abre la prenda. Se siente mejor. Echa una última mirada y se quita el abrigo, como corresponde a este espejo. Sabe que queda menos para que el tiempo pase. 

El espejo dos es el único que ocupa la cocina. O viceversa. Es un espejo comodín, de personajes, del hombre que desayuna, del que cena recalentado, de quien ve la calle contando personas desde la ventana moteada de grasa. En invierno el hombre se acerca al espejo con la taza de café entre las manos y sopla con suavidad el vapor. El espejo, el único cuadrado de toda la casa, absorbe de inmediato la frontera líquida entre él y la imagen. Tras la transparencia el hombre arrincona sus muecas cubiertas de humedad condensada que pronto vuelve a nada. No se mira cuando come el pan. Le repele masticar y verse. Piensa que es como comer con la boca abierta; o un imposible, como escucharse roncando.

A veces se llega hasta el salón con los restos en la boca, la taza tibia. La cucharilla choca contra el borde y tintinea. El soniquete lo conduce hasta el espejo, el tres, el de la ausencia más primitiva de la imagen. Las manos del hombre tiemblan o anticipan los movimientos. El espejo cuelga de un clavo que lleva años a punto de caerse. El perímetro de revoque avanza alrededor de la cabeza plana, el polvo blanco se acumula abajo junto al zócalo. El hombre se mira con cuidado, ladea lentamente la cabeza buscando el perfil. La nariz heredada vuelve a desagradarle como la primera vez. De costado levanta la taza y se anima al brindis. Por lo que vendrá. Pero el brindis redunda. Lo que vendrá, vendrá igual, lo sabe. Y desollará a todos, a los que buscaron distraerse y a quienes no. El resto de café ya helado baja por la faringe, cuyas paredes interiores se mantienen vírgenes del verse.

El acceso al espejo cuatro es de una excentricidad consentida. Ocupa un rincón y en él se mira solo los martes, el día de acabar de morir de amor antes del llanto que repare. Entonces la imagen es apenas silueta, una hebra de nada haciendo contorno. Esboza una sonrisa los martes, cada martes de su espejo en busca del hambre. 

El espejo cinco constituye una microrrecompensa, una broma privada, la constatación de que si hubo libertad fue a costa de vivir a ciegas. Lo tiene junto a su mesa de trabajo, a la altura de la mirada y sus órbitas. El mecanismo es más bien básico, aunque no carece de engranajes peculiares que acaban haciéndolo riguroso: la mirada es de frente, con el tronco girado hacia el espejo, las piernas en noventa grados; las manos permanecen firmes junto al dispositivo del escribir; un observador externo juraría que en la carga genética mora la inspiración. La mirada no es corta ni larga. Lo que dure la distracción, el premio por trabajar tan duro en permanecer inédito.

En los espejos seis y siete el hombre se detiene de forma funcional, y pocas conclusiones extrae de las miradas más allá de las que se desprenden del deterioro dental, las manchas en la cara o cualesquiera otros diviesos del tiempo. Tampoco se queja el hombre. Pero la confirmación, por ineludible, adquiere torso de protesta y vanidad. El espejo principal, ovalado, devuelve al hombre desvalido, desnudo o no, blandiendo cepillos o esponjas, en guardia frente a los molinos de la higiene. El espejo siete es de paso y casi siempre agarra de perfil, en el botiquín rectangular, la casa de muñecas de esa infancia venidera con que acabará su vida. Por ser el día que es, arquetipo de estrenos, hoy es apenas un espejo-pasillo hacia el final.

La habitación está aún en el año pasado y conserva la pátina de mortaja que la caracteriza. No se puede decir que la estancia florece de luz; tampoco son sombras lo que la oscurece. Aun así, el espejo ocho consigue burlar el cerco negro y brillar. Frente a él se ubicaba junto a ella para que les devolviera una silueta única. A día de hoy, es el único espejo líquido de toda la casa y ante su ambigüedad también hay rendición. Se acuesta y lo mira por última vez. Las aguas apenas se mueven en la mañana moribunda. Cierra los ojos.


Alejandro Feijóo


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