La Navidad y un relato citadino. Jingle bells y algo de melancolía...
El joven pudiente cruza la avenida como si él fuera un otro, como si el coche no se lo hubiera regalado su padre pudiente, aunque el mérito sea pasto de matices. Salvo la flecha del velocímetro, nada ocupa su sitio.
Ni siquiera ese tiempo conocido como Navidad que, aun pasado, sigue obligando a la ciudad a lucir galas de olvido. El joven desvía la vista hacia el reloj empotrado en el salpicadero y decide que la mujer que lo espera puede seguir haciéndolo unos minutos más. Si el coche es nuevo y la sorpresa ahogará los reproches.
Ni siquiera ese tiempo conocido como Navidad que, aun pasado, sigue obligando a la ciudad a lucir galas de olvido. El joven desvía la vista hacia el reloj empotrado en el salpicadero y decide que la mujer que lo espera puede seguir haciéndolo unos minutos más. Si el coche es nuevo y la sorpresa ahogará los reproches.
No hay boca seca ni estómago vacío: nada más que el deseo de adquirir y pertenecer, de ser de los que tienen y pueden al mismo tiempo; si lo simultáneo es en sí seña y mérito de la especie. El negocio deslumbra desde lejos, y la sucesión de colorines de la vidriera funciona cual flautista sobre familias dispersas que se encolumnan tras el reclamo del villancico. El joven pudiente se acerca, frena, llega por interpósito vehículo. Los sitios habilitados rebosan de coches no flamantes pero bien estacionados. Los códigos vigentes invitan a continuar la marcha. Pero el joven pudiente, que tiene y puede a la vez, inventa un sitio imposible. Y tras maniobras varias, apenas una hoja de muérdago cabría entre su coche y otro que es de menor entidad. Los intermitentes encendidos son, al tiempo, advertencia y testimonio, despliegue y estridencia.
Un bulto oscuro y helado asoma desde una manta sobre el suelo, al pie de la vidriera también intermitente: verde rojo verde rojo. Parece cosa muerta hasta que vocea la oferta: dos gorritos por cinco monedas. Las pompas símil nieve parecen despeluzadas, pero el gorro sigue siendo tal y el vendedor, un remedo de Santa, más cerca del trópico del que proviene que de la Laponia del mito. El joven pudiente bordea el bulto y por un momento le hace sombra: verde rojo sombra.
Dentro, las cosas ocupan un sitio, y hasta es posible adivinar cierto orden en medio del trasiego. Si el Adeste fideles hace canon con las cajas registradoras. Si el capricho de un niño es el ying de una parejita acaramelada que hace yang frente a los turrones. El joven pudiente deambula entre pasillos, y si bien le falta el coche bajo las piernas descubre que pisa más fuerte que antes del regalo. Se detiene ante revistas, se inclina sobre bombones y husmea en complementos: nada lo excita más que el contorno de su pecho. Hasta que el gorro navideño, a cinco monedas la unidad, capta su atención y picardía. Toma uno entre sus manos: la pompa símil nieve parece despeluzada, pero el gorro sigue siendo tal. Por un momento recuerda a la mujer a quien la sorpresa ahogaría los reproches por la tardanza, y la imagina empalada y con el gorro como atuendo único. Un estruendo interrumpe la fantasía, pero como todo ruido pasa rápido. Sin elegirlo, toma un gorro de Santa y se dirige hacia las cajas. Encantado de haberse conocido.
La cajera es moderadamente boba, en una relación que se adivina inversamente proporcional al volumen de su jornal. La condición de la asalariada demora el trámite simple de pagar con tarjeta. El joven pudiente guarda su identidad y sale del local flanqueado por chicles y caramelos. En la calle todo permanece igual que antes, salvo lo impalpable. El bulto oscuro continúa su reventa, y otra vez se hace verde rojo sombra. La lluvia flamante no molesta, aunque ya forma charcos sobre el pavimento y manchones en el hombro del joven. Junto a su coche hay un hueco que antes no había. Y a sus pies, cristales rotos de sus faros de xenón. El golpe debió de haber sido fuerte, pues a las astillas se suma parte de la carrocería abollada. Un rayón de otro color confirma la autoría, la vileza anónima. El joven alza el mentón, y aunque la rabia no es aún dolor, ya duele; al menos nubla. Su pelo comienza a chorrear.
Nadie demuestra haber visto nada, y la procesión continúa hacia el templo como si el mundo no lamentara un faro de xenón menos. Solo el bulto oscuro, erguido ahora sobre su manta, ha cambiado de matiz. De debajo de sus ropajes sale una mano, una única mano sin guante, y los dedos índice y pulgar se acercan sin tocarse, como si cupiera entre ello una hoja de muérdago. Y por primera vez en la historia sonríe, los dientes blancos verdes rojos.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 7: El Revólver)
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