El concubinato entre los
popes del metal y el cascarrabias de Nueva York confirma que las uniones de
hecho no siempre disfrutan de las mieles de lo prohibido
Dupla
heterogénea donde se imaginen, el matrimonio de conveniencia entre Lou Reed y
Metallica ha dado a luz a su primogénito: Lulú,
un híbrido entre la trova neoyorquina y un metal que parece haberse vuelto más
de cámara que de masas. Los hinchas de la banda andan ampollados con la
coyunda, tanto que los más hooligans
han prometido piras a lo Fahrenheit, mientras que los seguidores del líder de
la Velvet parecen sobrellevar mejor el trauma. Acaso porque lo que empieza como
pirotecnia metalizada acaba diluyéndose en un barroquismo tras el que se asoma
el origen teatral del proyecto.
Hablando
en plata, el disco es bueno. Y se deja escuchar (y algo más) si se destierran
las pasiones de tablón, pues siempre hay música en los conceptos y no siempre
al revés. Pero para conseguir la afinidad, el acercamiento debe ser más
museístico que de estadio: aquí no hay hits y apenas se recuerdan estribillos.
Es más, a medida que se avanza en su minutaje resulta difícil sacudirse la idea
de un “disco trampa”, en el que Metallica accede a la categoría de banda
soporte (de lujo, eso sí) ante un Lou Reed pletórico con su muñeca de brazos
rotos, tal la portada de un disco que carga con el karma de los álbumes conceptuales
y que apenas disfruta de su chapa.
Lulu (Warner Bros., 2011)
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 17: La Desgracia)
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