La placidez de algunos domingos puede encubrir una tensión que, indefectiblemente, se escapa de las previsiones y demuele las buenas intenciones.
Hasta centrarse en el árbol bajo el que se cobijan, los cuatro se han enredado en libros leídos, en música sentida, en hijos nacidos y por nacer. Han rodeado verbalmente los precios de las construcciones vecinas, las incidencias climáticas, los destrozos ecológicos, algunos futuros imprevisibles y el arrollador cambio de costumbres de una sociedad de la que, rodeados como están de ligustros podados, no escuchan sus crujidos. Hasta volver a los precios de las construcciones vecinas.
La casa fuera de la ciudad ha sorprendido gratamente al matrimonio visitante: el hombre recuperado y la mujer vanidosa que ahora lo acompaña. Los anfitriones, amigos del hombre recuperado desde la época en que era evidente que este necesitaba recuperación, han adquirido recientemente el inmueble, lo cual, aun quitándoles de comer, les da de contar. Y cuentan. Cuentan que apenas terminadas las refacciones surgió la necesidad de los retoques, que al finalizar dieron paso a los remates, tras los que se requirió una limpieza a fondo que ha dejado al descubierto la necesidad de repintar todas las puertas porque el barniz brilla y molesta, al menos a la dueña de la casa; fue entonces cuando el cónyuge pagador bajó los hombros, se hizo hombre en su propia casa y comenzó la labor. La operación, a juzgar por el olor penetrante, fue interrumpida ese mismo mediodía por la llegada del hombre recuperado y su nueva mujer.
Según la opinión mantenida en secreto por los dueños de la casa, la mujer nueva del hombre recuperado apenas si ha transitado por aquello que a menudo se llama “prolegómenos” de una relación, y se ha lanzado, acaso con descaro, a una convivencia que, sin embargo, ha entintado las mejillas y también la mirada de su viejo amigo. Este es, sin el atisbo de ninguna duda, un hombre nuevo que ha sabido dejar atrás las desagradables circunstancias de su reciente desvinculación matrimonial, una ruptura que ha enflaquecido su caudal bancario a la vez que, creían, su hacienda de vitalidad, supuesto negado por la familiaridad de los arrumacos, siempre cercanos al nacimiento de los muslos de su nueva mujer.
Aunque el reloj haya avanzado sobre el mediodía, el grupo no quiere comer y sí seguir fumando al abrigo de un sol que debería ser todo el año así, ¿no creen?, pregunta la mujer nueva, cuyo rostro se ve ahora invadido por la sombra móvil de las hojas del único árbol del jardín. Adelantándose a los discursos manidos, el dueño de la casa explica con pudor que el árbol ya estaba allí cuando llegaron. Es viejo el árbol, añade la dueña con una mueca de disgusto. En silencio, el hombre recuperado siente el vigor del tronco y el murmullo de los flecos de la alta copa; echa la cabeza hacia atrás, se arrellana en la silla de lona, disfruta el peso de su presencia en la conversación que se deshilacha por momentos.
Su nueva mujer, sin embargo, estira la espalda, carraspea con incomodidad, se hace fuerte en la amargura de sus pensamientos (una hiel que acaso sea anterior a ella). Se arrellana sobre la silla y cuenta. Cuenta una historia que es de otra época, como ella misma reconoce con el rubor de quien se sabe vestida entre desnudos. Cuenta que su anterior marido y ella tenían una segunda vivienda en las afueras de la ciudad, no lejos de donde se encontraban ellos ahora; allí el suelo era fértil y el jardín, aunque más pequeño que ese, coqueto; allí había un árbol, alto como este, y como este hermoso, y sus hojas también silbaban (la poesía es de este narrador, no de aquella protagonista). Sin embargo, como de la nada, uno de los tentáculos de sus raíces irrumpió una mañana en el centro del dormitorio donde un domingo dormía el próximamente desecho matrimonio. Un brazo así de grande (la mujer vanidosa abre los brazos) destrozó el suelo de madera y casi levanta la cama. Vaya desastre de domingo, añade con muecas de juventud. Un hombre que contratamos, concluye, lo cortó ese mismo mediodía.
Inmediatamente después de las ojeadas, los anfitriones se levantan al unísono, tras el reclamo de platos y utensilios, de un hambre que surge como moraleja, y se internan en las sombras de la casa donde huele a pintura. A pesar de que nadie la mira, la mujer vanidosa se sabe vista, a lo que responde cerrando los ojos y dejándose llenar por los rayos del sol. Sin ser su voluntad, el hombre recuperado se incorpora junto a la silla de lona, acaricia el cabello de su nueva mujer y se dirige junto al árbol viejo. Bascula sobre un pie, luego sobre otro. Se agacha, hunde los dedos, siente la tierra bajo las uñas. Por un momento cree que está solo, tan solo como se está cuando se sueña.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 5: El Gato)
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