domingo, 1 de septiembre de 2013

La niebla de la guerra: Las buenas lecciones del mal

Un puñado de lecciones que bordean lo metafísico nos ayudan a comprender toda la maldad que pueden llegar a perpetrar los buenos de la película.

La palabra lección remite casi por necesidad al acto pedagógico, a la impronta que a través de este deja el maestro en el discípulo. Pero el término reserva un rincón semántico a lo punitivo y la reprimenda. Entre ambas acepciones se ubican las Once lecciones de la vida de Robert S. McNamara expuestas en la película dirigida por Errol Morris, ganadora del Oscar de 2003 al mejor documental largo. El experimentado Morris se sirve de la metáfora la niebla de la guerra para condensar el carácter testamentario de las confesiones del exsecretario de Defensa estadounidense entre 1961 y 1968, un período en el que la Guerra Fría tuvo el mercurio al rojo vivo. El documental ofrece la mirada introspectiva de un personaje cuando menos complejo cuyas reflexiones devuelven hipótesis múltiples, que abarcan tanto los mecanismos de la Realpolitik como aquellos que se acercan a lo impalpable del ser humano como actor, diríamos, óntico. A ello contribuye el camino de ida y vuelta entre la entrevista central a McNamara y las escenas de archivo, repartidas entre el material fílmico de la época y las grabaciones sonoras desclasificadas que descorren el velo de las grandes decisiones políticas para convertirlas en conversaciones domésticas que rayan la banalidad.
La música de Philip Glass, con su barniz minimalista, atenúa el maximalismo de la Historia, lo cual le otorga a la narración una levedad que abre las puertas a lecturas distantes de lo pragmático. De este modo, el filme consigue alejar las interpretaciones edulcorantes acerca de un hombre que, entre lo apocalíptico y lo pastoral, transmite aquellas que buscan ser lecciones de vida y que se sitúan entre el confucionismo de ocasión y la célebre máxima marxiana: “Estas son mis convicciones, si no le gustan tengo estas otras”.

El documental sigue un orden que se apoya en lo cronológico pero que a menudo rectifica a pedido del personaje, torciendo la línea de tiempo para ganar en intensidad dramática. En parte a causa de este zigzagueo, el elemento biográfico estricto resulta menos protagónico que las lecciones emanadas del cotejo con esos hechos históricos. Destacado estudiante universitario, maestría en Harvard incluida, Robert McNamara sirve como capitán de la Fuerza Aérea en la Segunda Guerra Mundial. Como tal, elabora el informe que sugiere la aplicación de criterios de eficiencia empresarial a los bombardeos de los B29 sobre Japón, por los cuales, el 9 de marzo de 1945 en Tokio, “en una sola noche matamos, quemándolos, a cien mil civiles japoneses, hombres, mujeres y niños”. La inauguración de facto de la era del napalm, que tanta fama le daría más tarde en las selvas norvietnamitas, allana su ascenso a teniente coronel. Su nombre excede el ámbito militar. La paz lo lleva de los cuarteles del Pacífico a los despachos de la Ford Motor Company. Tiene treinta años y actúa como lo haría cualquier hombre sensato, aplicando sus conocimientos. El hallazgo de la eficiencia de las bombas incendiarias se traslada con naturalidad a la búsqueda de ganancias para una empresa que aún contaba con más lustre que dividendos a repartir. El estreno del Ford Falcon es el volante de un nuevo consumo barato y gracias a su proyección mundial reemplaza al napalm como el elemento estratégico de eficiencia que aceita una cadena de producción hasta entonces obsoleta, disfuncional. Tras años de servicio se convierte en el primer presidente en la historia de Ford en ocupar el cargo sin ser miembro de la Familia. El vértigo dura cinco semanas. Renuncia. La oferta es irrechazable. Lo esperan JFK con Cuba y Vietnam servidos en la bandeja de la Realpolitik.

Con este bagaje a cuestas, las lecciones de McNamara recorren transversalmente conceptos como la empatía, la eficiencia, el peso relativo de la racionalidad en la toma de decisiones, la proporcionalidad como rectora de las acciones bélicas o las creencias que marcan el camino erróneo del conocimiento. Así hasta once. Pero el monólogo no deja de mostrar cierto artificio en la fluidez. El anciano, en pleno uso de sus facultades cognitivas, no habla con la templanza del sabio universalizado sino con la razón del viejo vencedor. La enunciación constante de preguntas retóricas que nacieron contestadas, su precisión de cirujano a la hora de enumerar víctimas, la apelación a lo relativo y el ánimo de exploración introspectiva impregnan de carácter punitivo una alocución nacida en apariencia de la flexibilidad de razonamiento. En superficie, McNamara no elude el tratamiento de los costados más escabrosos de su mandato, como los mencionados bombardeos incendiarios sobre Tokyo, el trazado de la estrategia bélica en Vietnam o la Resolución del Golfo de Tonkin –un montaje al estilo del de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein y que otorgó al presidente Johnson poderes absolutos para la guerra contra Vietnam; una lección con la que se nos enseña que la creencia y el ver están muchas veces equivocados. Pero la transparencia acaba teniendo las mismas patas cortas que esta mezcolanza de nociones más o menos intuitivas, más o menos orientalizadas. Con ellas quiere dirigir un haz de luz sobre sus oscuridades en Washington. La complejidad no es menor, entonces, cuando el espectador quiere entrar en el juego de los opuestos y posicionarse. Hablamos, en esencia, de un personaje que se pregunta “cuánto mal debemos hacer para hacer el bien”; de quien utiliza la expresión “errores de criterio” para definir las acciones que costaron cien mil muertos en una noche; del funcionario que llama a entender los sentimientos tras las decisiones del enemigo para bombardearlo con eficiencia. En un momento una lágrima parece cristalizarse en su párpado inferior.

Visto lo visto, a estas alturas de la película confirmamos la sospecha de que la eficiencia es un pilar en el mensaje aleccionador de McNamara. Hasta el propio documental se contagia y su narración adquiere un tono eficiente, de forma tal que le resulta prácticamente inevitable ser neutro. El conseguir la eficiencia constituye un objetivo en sí mismo también para el exsecretario, el alcanzar ser eficientes para ser eficientes e imponer así la distancia entre el mal hecho y las manos que lo ejecutan impolutas. Es entonces cuando asoma un McNamara que remite a la funcionalidad del Eichmann más maniático, de quien se distingue por haber integrado el bando bueno, pues mientras el Obersturmbannführer perdió en la horca de Jerusalén, el protagonista de La niebla de la guerra murió nonagenario en su cama de Washington mientras dormía. Por ello es que afirmaciones como “Aquello pasó”, “No recuerdo si lo autoricé” o “Yo era parte de un mecanismo” se configuran como un lenguaje de uso burocrático que define una distancia líquida con el mal. Para amenizar el adiós, McNamara nos regala la última de sus lecciones: Nunca digas nunca. La lección de las lecciones. Una lección final que matiza al resto de las lecciones y las hace buenas. Las buenas lecciones del mal.

Alejandro Feijóo


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