Las fotos del santuario de Gilda nos acercan un espacio de adoración que, casi como una redundancia, se encuentra al borde de la ruta.
La pintura es más que el pintor, y quien lo dude tiene una entrada a su nombre en la taquilla del Museo del Prado. Lo mismo ocurre con la novela, mucho más Madre que el magro novelista. O con la música, cuya memoria suele enterrar los nombres de los pentagramistas más diestros. Sin embargo, decir fotografía equivale prácticamente a decir fotógrafo, casi una figura totémica ubicada en el iris del hecho fotográfico: el chaleco rebosante de enseres y todo el tiempo del mundo hasta la magia del registro. “Yo soy la foto”, se ufana el dueño de la cámara.
Este elogio de la individualidad (este narcisismo duplicado) resulta inevitable. Resulta inevitable hasta que alguien se decide a evitarlo. Seis fotógrafos, hijos del hacer de aquel sangrante 2001, descorren el núcleo fotográfico y lo atomizan. Se construyen como colectivo y dejan de pensarse alrededor de la foto para levantar un perímetro narrativo que –por definición, por necesidad– horizontaliza sus prácticas. Deciden constituirse como cooperativa. Y se nombran “Sub”, pues lo “sub” subyace. En este magma estético y político no hay jerarquías; si acaso es la historia contada (su narcisismo) la que ejerce de portavoz.
En la galería que tenemos el gusto de presentarles, la portavocía corre a cargo de una ausencia. De la presencia de una ausencia. Nacida Miriam Bianchi, Gilda dio el paso de la popularidad a la inmortalidad en el kilómetro 129 de la ruta nacional 12. El colectivo accidentado en el que viajaba se ha convertido hoy en un santuario en el que se prolongan los milagros que ya se le atribuían a la cantante en vida. Sub Cooperativa de Fotógrafos se llegó hasta el epicentro de este paganismo rutero para toparse con un ecosistema cuyo hábitat se debate entre la fantasía y la fantasmagoría. Un cosmos que también es perimetral, y que legitima el hecho diferencial de sus devotos a través de la reapropiación simbólica. Una nueva iconografía que se vale de la estampita para hacer del borde otra clase de centro.
Bio
A finales del 2001, el siglo recién comenzado, la Argentina se enfrentó al abismo de su propia subsistencia como sujeto activo de la historia. Fueron tiempos de una incertidumbre que por convención llamaremos máxima, tiempo de derribo de usos sociales frente a los cuales se fortalecían el desamparo y la orfandad. La organización de lo que empezaba a ser #lagente vino a rellenar muchos de los casilleros que el sistema había tachado casi por defecto. De aquel hacer –a veces amébico, a veces frenético, casi siempre superviviente– surgió un otro hacer, también colectivo y horizontal, y vocacionalmente narrativo. Hasta que necesitaron un nombre. Un día los fotógrafos se miraron a la cara y decidieron llamarse Sub Cooperativa de Fotógrafos.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 24: El Caballo)
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