La llegada a Madrid de
Roger Waters: The Wall parecía ser una ocasión propicia para que nuestro
cronista pudiera desmelenarse y jugar al show de los mitos y las cuentas
pendientes con los ochenta... ¿Lo logrará?
La
pared es esa superficie contra la que uno se da cabezazos, sobre la cual se
clava un clavo o se pinta con rodillo. La pared, lejos de cánones arquitectónicos,
es aquello que uno mismo puede derribar o levantar, descascarar, forzar; sentarse
frente a ella, castigado o creador. El muro, en cambio, levanta otra semántica.
Los muros cuidan fronteras o parten capitales, y quien pinta sobre ellos se
arriesga a la bala por la espalda; los muros delimitan épocas históricas y, a
diferencia de las paredes, suelen cargar con nombres propios o motes ad hoc. Los
muros, se mire por donde se mire, son algo más que las paredes. Y por eso reciben
alegorías y discos dobles de homenaje.
La
inclinación por los fastos de quien esto escribe se manifiesta muy de tarde en
tarde. La llegada a Madrid de “Roger Waters: The Wall” parecía ser una ocasión
bastante propicia para desmelenarse y jugar al show de los mitos y las cuentas
pendientes con los ochenta, cuando los significados solían escaparse por las
rendijas del fervor y nada era tan importante como aquello que probablemente no
fuera a ocurrir. Cumpleaños y encanecimientos fueron demostrando que,
efectivamente, los días llevaban impreso un código de barras indescifrable. Y
que aquello que una noche a la salida del cine fue futuro al alcance de los
dedos hoy es apenas un monólogo frente al espejo del baño.
Ante
esta carga subjetiva de ladrillos y calendarios, el bajista de Pink Floyd presentó
una gira mundial cuya set list podría
corearse en cualquier rincón del globo. Una gira mundial que no es precisamente
la de un concierto de rock sino más bien la de un musical con un despliegue
escenográfico probablemente inédito o, al menos, difícil de encontrar en una
cartelera cada vez más estandarizada. Porque el espectáculo transcurre sin
sobresaltos en su apartado musical, respetado religiosamente el orden de la
placa original (incluido un descanso para levantarse y poner el disco dos) y
únicamente interrumpido por un breve speech
de Waters. La banda que lo acompaña es, como su anonimato lo indica, una banda
que lo acompaña, con la suficiente carga técnica como para calcar los arreglos
originales y con la suficiente frialdad como para no poder obviar que se están
calcando los arreglos originales, una circunstancia que se hace notoria en la entrega
de Robbie Wycoff, el correcto cantante elegido para la ocasión. No obstante, la
traducción de música a emociones se ve aceitada por un sonido fabuloso que
convirtió al puñetero Palacio de los Deportes en un home cinema con sensorround.
La
entrada se paga con lo que transcurre frente a los ojos más que por lo que pasa
por los oídos. Durante los más de cien minutos de espectáculo, docenas de asistentes
pululan por el escenario marcando el ritmo de un muro que se construye y se deconstruye
según el guión de 1979. La sucesión de efectos es inagotable: una pirotecnia
que ya impondría al aire libre llena de chispas el recinto techado; un avión
que choca contra el muro; muñecos inflables (el ya mítico cerdo volador), un
coro de niños, cambios de vestuario, plataformas levadizas y otros artilugios mantienen
contenida y a la vez dispersa la atención del respetable. Las proyecciones que
se suceden a lo largo del show (muchas de ellas apoyadas en las mismas animaciones
y caricaturas de Gerald Scarfe que asombraron cuando el estreno de la película)
son tan precisas y envolventes que quizá acaben anestesiando más que motivando.
Lo cual termina redondeando un espectáculo sorprendente que no deja margen para
la sorpresa.
Precisamente
al hilo de las proyecciones, resulta también evidente que Waters eludió la
premisa “Pensar global, actuar local” para componer un mensaje que pasa un
rodillo pacifista sobre las aristas de la historia reciente. El énfasis puesto
en las menciones a las víctimas de todos los bandos (cuando digo todos quiero decir exactamente eso)
debilitan los matices más perversos del protagonista y reducen a exabrupto el
delirio nazi del Oberführer Pink. Son los pros y los contras de hacer dedo por
la historia contemporánea a lomos de un discurso globalizado que se da por sabido
cuando su genética se decide por la incertidumbre. Lo mismo que pasa cuando una
pintura para pared acaba volcándose sobre un muro.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista,número 11: El Palito)
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