Atado al calendario, el hombre equilibrado trastabilla contra el olvido
de un aniversario necesariamente imperfecto.
Estipula y obedece, obliga e
invita, ejecuta cobranzas y sostiene pagos el hombre equilibrado; promueve
pautas de comportamiento y acata a fondo las que le han llevado a promoverlas;
inquiere o apenas solicita en la justa medida en que precise aclarar o
responder. En un solo paseo, camina y se detiene, o, incluso, si intuye que más
de diez veces se ha acomodado el cabello, diez y más serán los viajes de su
mano a la nariz, según improvisaciones basadas en sus propios e impenetrables
cálculos. Para mantener esta multitud de patrones, el hombre equilibrado
resulta un serio aficionado a las listas onomásticas y al incesante goteo de
detalles clavados al absurdo que de ellas suele desprenderse.
Recuerda, sin ir
más lejos en la necesidad de sus manías, la hora exacta en que el último avión
ha surcado el cielo, la fecha de adquisición de sus zapatos de cordones, la
ubicación de la alcantarilla en cuyas muescas se acumulan filtros de
cigarrillos. Así, para perpetuar la correlación que su naturaleza equilibrada
requiere, tantas veces el hombre incurre en un femenil y a menudo asustadizo
coqueteo con ciertos olvidos (por mor de su índole, el hombre equilibrado debe
amar ciertos desajustes); a saber, el cumpleaños de su hija, el aniversario de
su casamiento, la hospitalización de su señor padre; hasta ha llegado a
olvidar, momentáneamente, el paisaje que todas las mañanas se abre ante sí
cuando, taza de café en mano derecha, contempla cejijunto la distribución de
unos edificios que en cierto modo lo justifican: se sabe incapaz de reproducir
tal horizonte. A su vez, y para equilibrar el equilibrio que le obliga, en
cierto modo, a olvidar la fecha del cumpleaños de su hija, recuerda, incluyendo
el año de su nacimiento, el día del cumpleaños del hijo de su secretaria, quien
en realidad no es su madre natural y sí putativa, ya que el menor llegó a la
mujer secretaria de la mano de su padre, a la sazón divorciado de una tercera
mujer de quien el hombre equilibrado, afortunadamente para la salud sintáctica
de este escrito, no conoce seña personal alguna.
Café en mano, frente a la
ventana, los pies paralelos entre sí y a la vez armónicamente encajados en la
línea imaginaria que baja de sus hombros, el hombre equilibrado siente esta
mañana un levísimo escozor en el centro de la diezmilésima sinapsis del día. Lo
sabe y sabe que ya no puede eludir lo que se le ha impreso en lo más hondo de
su equilibrio, desarticulándolo. Ha sido un instante de segundo, un crujido en
la memoria futura, en el almacén de su cálculo. Con algo parecido a la
parsimonia (“como si no fuera con él”, se dice vulgarmente) levanta su mano
izquierda hasta la pequeña taza blanca, la ahueca y con el hueco la sostiene;
la derecha suelta entonces el asa y también hace hueco, y, sin ser sentimiento,
es calor lo que llega hasta el resto de su cuerpo. Uno de los pies se suma al
desorden, con la punta tantea las imperfecciones nunca antes notadas del
zócalo. Lo que descubre ahora es temblor –neto, fresco, sin rebenques–; dentro
de poco lo disfrutará. Disfrutará las ondas que el movimiento provoca en la
primera napa de la infusión y se verá reflejado en los círculos, deformado en
pleno caos concéntrico; aspirará hondo e incluso no es improbable que una gota
marrón flirtee con el borde de la taza antes de caer por el abismo de su
longitud hasta el zapato. No entra dentro de sus cálculos recordar que un día
como hoy, promediando su infancia y una implacable tormenta que lo empapara en
pleno juego, sintió por última vez; tampoco llorará. Pero han pasado y pasan
los minutos; pasan las horas y pasarán las semanas; pasan los cumpleaños y
otros olvidos; pasa incluso el calor que alguna vez emanó de la taza y, por
mucho que el hombre equilibrado apriete las mandíbulas, no verá llover entre
unos edificio altos como signos de puntuación.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es
Una Revista, número 29-30: Santa Rosa y San Pedro)
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