lunes, 27 de enero de 2014

OxB_29-30: Aniversario

Atado al calendario, el hombre equilibrado trastabilla contra el olvido de un aniversario necesariamente imperfecto.

Estipula y obedece, obliga e invita, ejecuta cobranzas y sostiene pagos el hombre equilibrado; promueve pautas de comportamiento y acata a fondo las que le han llevado a promoverlas; inquiere o apenas solicita en la justa medida en que precise aclarar o responder. En un solo paseo, camina y se detiene, o, incluso, si intuye que más de diez veces se ha acomodado el cabello, diez y más serán los viajes de su mano a la nariz, según improvisaciones basadas en sus propios e impenetrables cálculos. Para mantener esta multitud de patrones, el hombre equilibrado resulta un serio aficionado a las listas onomásticas y al incesante goteo de detalles clavados al absurdo que de ellas suele desprenderse.

Recuerda, sin ir más lejos en la necesidad de sus manías, la hora exacta en que el último avión ha surcado el cielo, la fecha de adquisición de sus zapatos de cordones, la ubicación de la alcantarilla en cuyas muescas se acumulan filtros de cigarrillos. Así, para perpetuar la correlación que su naturaleza equilibrada requiere, tantas veces el hombre incurre en un femenil y a menudo asustadizo coqueteo con ciertos olvidos (por mor de su índole, el hombre equilibrado debe amar ciertos desajustes); a saber, el cumpleaños de su hija, el aniversario de su casamiento, la hospitalización de su señor padre; hasta ha llegado a olvidar, momentáneamente, el paisaje que todas las mañanas se abre ante sí cuando, taza de café en mano derecha, contempla cejijunto la distribución de unos edificios que en cierto modo lo justifican: se sabe incapaz de reproducir tal horizonte. A su vez, y para equilibrar el equilibrio que le obliga, en cierto modo, a olvidar la fecha del cumpleaños de su hija, recuerda, incluyendo el año de su nacimiento, el día del cumpleaños del hijo de su secretaria, quien en realidad no es su madre natural y sí putativa, ya que el menor llegó a la mujer secretaria de la mano de su padre, a la sazón divorciado de una tercera mujer de quien el hombre equilibrado, afortunadamente para la salud sintáctica de este escrito, no conoce seña personal alguna.

Café en mano, frente a la ventana, los pies paralelos entre sí y a la vez armónicamente encajados en la línea imaginaria que baja de sus hombros, el hombre equilibrado siente esta mañana un levísimo escozor en el centro de la diezmilésima sinapsis del día. Lo sabe y sabe que ya no puede eludir lo que se le ha impreso en lo más hondo de su equilibrio, desarticulándolo. Ha sido un instante de segundo, un crujido en la memoria futura, en el almacén de su cálculo. Con algo parecido a la parsimonia (“como si no fuera con él”, se dice vulgarmente) levanta su mano izquierda hasta la pequeña taza blanca, la ahueca y con el hueco la sostiene; la derecha suelta entonces el asa y también hace hueco, y, sin ser sentimiento, es calor lo que llega hasta el resto de su cuerpo. Uno de los pies se suma al desorden, con la punta tantea las imperfecciones nunca antes notadas del zócalo. Lo que descubre ahora es temblor –neto, fresco, sin rebenques–; dentro de poco lo disfrutará. Disfrutará las ondas que el movimiento provoca en la primera napa de la infusión y se verá reflejado en los círculos, deformado en pleno caos concéntrico; aspirará hondo e incluso no es improbable que una gota marrón flirtee con el borde de la taza antes de caer por el abismo de su longitud hasta el zapato. No entra dentro de sus cálculos recordar que un día como hoy, promediando su infancia y una implacable tormenta que lo empapara en pleno juego, sintió por última vez; tampoco llorará. Pero han pasado y pasan los minutos; pasan las horas y pasarán las semanas; pasan los cumpleaños y otros olvidos; pasa incluso el calor que alguna vez emanó de la taza y, por mucho que el hombre equilibrado apriete las mandíbulas, no verá llover entre unos edificio altos como signos de puntuación.

Alejandro Feijóo




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