domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_8: Pax

Nada. Siempre. Nunca. Todo. Valores absolutos en los que se mece el centro de este relato desgranado con aires de melancolía... y algo más.

Como todo, todo empieza en el reproche: “Nunca haces nada”, acusa ella. Pero él piensa distinto, pese a saber que este alegato no va de pensamientos. Para empezar, “nunca” resulta imposible, porque él recuerda haber hecho una cosa en algún momento (es igual cuándo, alcanza con que el tiempo venga con mácula). Y “nada” sigue camino parecido, puesto que el solo recuerdo de la cosa emprendida invalida la enunciación de lo jamás realizado. Y hay algo más: el hombre “siempre” quiere estar tranquilo. Y hace “todo lo posible” por obtenerlo. La mujer, por su parte, niega la mayor, como cada vez que exige al otro lo que ella misma es incapaz de reclamarse.

Y entre exageraciones y dobleces, crece entre ellos lo que cualquier topógrafo llamaría “distancia”.

El hombre sospecha que tras la frase de la mujer se esconden usos que operan más allá de lo volitivo, hasta abarcar la expresión de un deseo que obliga a la realidad a adaptarse a aquel. ¿Demasiado complicado? Ella tuerce los hechos para que coincidan con sus dichos. ¿Mejor? Ella miente y toma pastillas que le dejan el cerebro como un flan. El hombre sospecha. 

Tras la síntesis farmacológica, él respira hasta el fondo, lo cual no significa que lo visiten el optimismo o la calma. El hombre se mueve más bien cabizbajo en días sucesivos. La revelación le obliga a velar años de haber creído en otra cosa (“por qué siempre amor y no silencio”, suele preguntarse). Por fin, comprende que será la experimentación la que le dé (o no) validez a lo que aún son los suburbios de sus certezas. Deja pasar días en los que masculla mientras se arma de abstracciones. Entonces, en un momento cualquiera que bien podría haber sido “nunca”, se para frente a la mujer y le suelta: “Todo siempre hago yo”. Lo dice como un autómata, como si aquello continuara el diálogo que él no había querido iniciar. 

Hasta la mueca de la mujer, el hombre no caerá en la cuenta de que su enunciación constituye el reverso de la de ella (días atrás, cuando “nada” de esto había ocurrido). Y aunque la vecindad de “todo” y “siempre” dota a la frase de cierta fuerza expresiva, la carcajada de ella termina por enterrar las ambiciones de razón. La media vuelta y el mutis, escoltados por rictus de incomprensión, lo absuelven del resto de objetivos de máxima. No había dicho nada y se volvía con piedras. 

Otra vez pasan días, y lo hacen como si los anteriores no hubieran transcurrido, como si fuera esta la primera vez en la que el mundo presencia una decepción. Aquello que un cuerpo profesional habría bautizado como “distancia” se espesa y se diluye, alternativamente, sin que ninguno de estos oleajes propicie conexiones entre el hombre y la mujer. Lo que el común denominaría “chispa” tiene aquí otros costados, todos relacionados con la inmolación. Por separado, ambos sienten –cómo decirlo– el peso de un formato que los supo contener, el mismo que ahora armoniza el desprecio que se extiende por los espacios comunes de sus vidas. Como si los círculos, de ahora en adelante, trajeran aristas. 

Cierta mañana el hombre despierta envuelto en un pánico que no es suyo, pero con el que, por ancestral, comparte más de un alelo. No es soledad (“claro que no –se dice–, si aquello viene con la piel, con la suerte de ser un algo y no la nada”). Tampoco es miedo a que una palabra, un gesto, un único silencio, destruyan el molde y los recuerdos que cuelgan como guirnaldas; No, no es eso, si al final se olvida con un parpadeo. 

El pánico atraviesa la línea de tiempo del presente y se instala en un gota a gota que repiquetea sobre su cabeza. Mira al otro lado de la cama, y a pesar de que no amanece, entrecierra los ojos como el que busca a alguien en una multitud. Pero la mujer no ha dejado ni vacío. La sombra de una intemperie le revela que jamás de los jamases volverá a ser molestado. 


Alejandro Feijóo


No hay comentarios:

Publicar un comentario