El hombre suele recordar más el miedo que los arrojos, y las
fobias de la joven ruedan hasta él como un cardo arrastrado por un viento de
desierto. La espina de su talento era tema de conversación frecuente, hace ya
algunos años, antes de los hijos de después, y lo que ella escupía como afición
eran para él destellos de un oficio que el reportaje de ahora juzga como “una
promesa hecha realidad”, según lee con la franela al hombro. Desde un principio
el hombre había sabido ser ese amigo que dice lo que el otro calla sobre sí
mismo. Para ello había tenido que desechar toda alianza erótica, una decisión
que no pasaría a la historia de los sacrificios a juzgar por la asexualidad
manifiesta de la joven y el gusto del hombre por las facciones proporcionadas. Además,
ella apreciaba los escritos del hombre con la misma fruición con que desdeñaba
los propios, lo cual, sumado a la diferencia de edad, teñía la relación de un
paternalismo del que ambos disponían con comodidad. No se deseaban, se leían y
compartían comida china dos veces al mes.
Desde entonces había pasado el tiempo suficiente como para
que la sucesión de vidas se convirtiera en una ristra de caras y poco más. En
un primer momento el divorcio había despertado en el hombre ansias de expansión,
aunque aquel estado había ido cediendo terreno a cierto retraimiento que
buscaba el intercambio de pareceres, el horizonte de un roce antes que ocasos
de lubricidad; un mantel de tela a un mostrador. Quizá fuera la calvicie; o el
solo hastío del acercamiento y los rodeos de artificio; quizá la mirada de sus
hijos (cada miércoles y un sábado de dos) que, sin esperar nada, lo preguntaban
todo. Pero no, ellos no pudieron haber dejado allí la revista.
El hombre pasa un rato en silencio, los brazos cruzados, la
revista abierta, ahora sobre la mesa. No es duda el alambre que tensa su
espalda ni miedo el balanceo de la silla, dos patas en el aire, sino puro
intento de recordar los motivos que fueron alejándolos hasta el punto de borrar
no sólo lo que vendría sino también aquello que había ocurrido. En el silencio,
el hombre apela a la honestidad, a preguntarse si aquello que aleja sus dedos
de las letras también es envidia o cuál otro anzuelo. Pero qué necesidad la de
echarse sobre un mueble demodé, forzar el absurdo de una pose; cuántas veces
habían echado a la hoguera del cerdo agridulce a los que arriban dispuestos a
todo con tal de llegar, si ellos nunca lo harían, si nunca lo hubieran hecho.
El hombre se preocupa por el olvido. Mejor dicho, por la
palidez del recuerdo frente a la intensidad del rencor. Lo mejor sería llamarla
y convocarla, limpiarse de carbones y retomar la senda ahora que ella sigue
siendo joven y él todavía es mayor; una ya célebre, el otro reinando en su
gerundio. Esa ventaja existe como tal y el hombre debe aprovecharla, como
siempre que el juego de la franqueza lo colocaba un escalón por encima y ella
escondía las manos, sus uñas carcomidas, la carne sobre las cutículas. Qué más
da que sea una editorial de las grandes, qué importa que el ejercicio de ella
pueda leerse sobre páginas mientras que el talento de él aún deba interpretarse
en sedimentos, un cauce seco. Si a ella solo le sobra ingenio mientras que él
rezuma compromiso y vocabulario. (El hombre no se pregunta por qué le importa
lo conseguido cuando siempre adoró el intento.) Duda entre llamarla o
escribirle, si es que aún existen tales datos en su agenda. Ni siquiera le dirá
que se ha divorciado. La revista es reciente, pero debe de llevar un siglo bajo
el diván. Varias manos llaman a la puerta.
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