domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_11: Bajo el diván

Una revista de romances encontrada como por azar, debajo de un diván, es el disparador de una relectura del pasado y de las incertidumbres del presente.

El hombre descubre la revista y mira rápido hacia la puerta. De un momento a otro llegarán sus invitados. Está todavía de rodillas, el diván lejos de la pared, el polvo a medio recoger y el pantalón de entrecasa, motas y restos junto al zócalo. El hombre dobla la revista y retira la mirada con pudor. Aunque busca ser insinuante, la fotografía no resulta sensual. Recostada sobre una chaise longue que ocupa el centro de un estudio, la joven se estira como si el sol bañara su rostro, su cuello, el escote con estrías. La pose tiene algo de artificial, quizá fuera la cabeza, perpendicular al tronco; la sombra choca contra el respaldo mientras las arrugas de la falda anuncian las rodillas que sostienen el libro; el hombre imagina el exceso de celo del fotógrafo novato ante la estrella incipiente. Y si bien los dientes de la joven redundan en la idea de que a la vida se viene para ser feliz, sus labios redondean una mueca de amargura. El hombre ya no necesita convencerse de que es ella. La única duda que lo aborda es cómo aquella revista de romances pudo acabar bajo su diván.

El hombre suele recordar más el miedo que los arrojos, y las fobias de la joven ruedan hasta él como un cardo arrastrado por un viento de desierto. La espina de su talento era tema de conversación frecuente, hace ya algunos años, antes de los hijos de después, y lo que ella escupía como afición eran para él destellos de un oficio que el reportaje de ahora juzga como “una promesa hecha realidad”, según lee con la franela al hombro. Desde un principio el hombre había sabido ser ese amigo que dice lo que el otro calla sobre sí mismo. Para ello había tenido que desechar toda alianza erótica, una decisión que no pasaría a la historia de los sacrificios a juzgar por la asexualidad manifiesta de la joven y el gusto del hombre por las facciones proporcionadas. Además, ella apreciaba los escritos del hombre con la misma fruición con que desdeñaba los propios, lo cual, sumado a la diferencia de edad, teñía la relación de un paternalismo del que ambos disponían con comodidad. No se deseaban, se leían y compartían comida china dos veces al mes.

Desde entonces había pasado el tiempo suficiente como para que la sucesión de vidas se convirtiera en una ristra de caras y poco más. En un primer momento el divorcio había despertado en el hombre ansias de expansión, aunque aquel estado había ido cediendo terreno a cierto retraimiento que buscaba el intercambio de pareceres, el horizonte de un roce antes que ocasos de lubricidad; un mantel de tela a un mostrador. Quizá fuera la calvicie; o el solo hastío del acercamiento y los rodeos de artificio; quizá la mirada de sus hijos (cada miércoles y un sábado de dos) que, sin esperar nada, lo preguntaban todo. Pero no, ellos no pudieron haber dejado allí la revista.

El hombre pasa un rato en silencio, los brazos cruzados, la revista abierta, ahora sobre la mesa. No es duda el alambre que tensa su espalda ni miedo el balanceo de la silla, dos patas en el aire, sino puro intento de recordar los motivos que fueron alejándolos hasta el punto de borrar no sólo lo que vendría sino también aquello que había ocurrido. En el silencio, el hombre apela a la honestidad, a preguntarse si aquello que aleja sus dedos de las letras también es envidia o cuál otro anzuelo. Pero qué necesidad la de echarse sobre un mueble demodé, forzar el absurdo de una pose; cuántas veces habían echado a la hoguera del cerdo agridulce a los que arriban dispuestos a todo con tal de llegar, si ellos nunca lo harían, si nunca lo hubieran hecho.

El hombre se preocupa por el olvido. Mejor dicho, por la palidez del recuerdo frente a la intensidad del rencor. Lo mejor sería llamarla y convocarla, limpiarse de carbones y retomar la senda ahora que ella sigue siendo joven y él todavía es mayor; una ya célebre, el otro reinando en su gerundio. Esa ventaja existe como tal y el hombre debe aprovecharla, como siempre que el juego de la franqueza lo colocaba un escalón por encima y ella escondía las manos, sus uñas carcomidas, la carne sobre las cutículas. Qué más da que sea una editorial de las grandes, qué importa que el ejercicio de ella pueda leerse sobre páginas mientras que el talento de él aún deba interpretarse en sedimentos, un cauce seco. Si a ella solo le sobra ingenio mientras que él rezuma compromiso y vocabulario. (El hombre no se pregunta por qué le importa lo conseguido cuando siempre adoró el intento.) Duda entre llamarla o escribirle, si es que aún existen tales datos en su agenda. Ni siquiera le dirá que se ha divorciado. La revista es reciente, pero debe de llevar un siglo bajo el diván. Varias manos llaman a la puerta.

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