El hombre pasa de la ducha a las abluciones y de las abluciones al estado natural en busca de un espejo roto por el tiempo.
La desgracia, de la circunferencia de una rodilla, lo fue menos gracias al concurso de la empresa donde trabajaba, que siguió pagando puntualmente; también por el apoyo de los compañeros de pelota, aunque paulatinamente decreciente hasta el silencio telefónico. Y sobre todo por la mujer pacientísima, rauda en el cuidado, audaz en el soporte a la locomoción y dicharachera en los muchos tiempos muertos. Pero a pesar del empeño en el optimismo, las semanas comenzaron a oscurecerse y la voluntad, a fallar.
Consolidadas las líneas generales de su convalecencia, el hombre vislumbró (una tarde frente a la ventana) que los detalles de la vida eran algo más que distracciones, del modo contrario al de un niño que acaba entendiendo que su madre no muere cuando juega a esconderse tras las manos. Las dificultades para la higiene fueron al principio su calvario. Gracias a la mujer pudo encontrar la postura adecuada (la pierna fuera de la bañera, la bolsa y la cinta) pero casi sin notarlo, mediado el tiempo de yeso, comenzó a espaciar las duchas. Pereza, incomodidad, se decía. Y lo miraba de esa forma.
El tiempo acabó pasando y la bota de yeso se abrió un día en canal. Algo de rehabilitación, la vuelta a costumbres que no echaba de menos. El primer día de trabajo se levantó diez minutos más tarde de lo habitual. Se vistió con la ropa que le había dejado preparada su mujer y llegó hasta la cocina casi sin dificultad. No estaba impedido, pero aún conservaba un resto de dolor, astillas formando brevemente alrededor de su rodilla. Pasó el día distraído, poniéndose al día y contando su convalecencia. Al mediodía ya estaba aburrido de escucharse; el automatismo del relato le permitía observar más allá de sus compañeros de oficina, los huesos en sus caras. Se sintió bien de no estar tan sano; en general se estaba sintiendo bien, incluso con la ceniza del dolor ensuciando el hueso. A la mañana siguiente se levantó diez minutos más tarde de lo habitual y se vistió con la ropa del día anterior.
Era el principio del invierno y no hacía frío pero se adivinaba.
Al cabo de un mes el hombre había tomado cinco duchas completas, todas ellas largas, cercanas a la media hora. Tres fueron en días consecutivos, en lo que ahora se adivina como un período de transición; las otras, repartidas estratégicamente entre abluciones más o menos parciales, que a su vez comenzaron a subdividirse en según qué partes de su cuerpo. El hombre conseguía de este modo mantener, sin demasiados aspavientos, un estado de integridad que le daba paso a otras dimensiones de sí mismo. El dolor en la rodilla no había desaparecido, no crecía ni menguaba, y la cojera era ya tan personal como pueden serlo los bigotes o un sombrero. Rechazó la sugerencia de la mujer de comprarse un bastón. Nada de añadidos, ese era el espíritu.
El jefe, sus compañeros de trabajo le seguían tratando igual, con esa amable banalidad que le convertía en uno más; su vida social era prácticamente inexistente y el antiguo equipo ni siquiera seguía junto. Pero con la mujer tuvo esmerarse, y lo que comenzó casi como un truco de pubertad llegó a convertirse en un sistema complejo de abluciones breves y duchas abiertas sobre la loza de la bañera. Un día compró un cuaderno y comenzó a anotar en él a qué hora de qué día se lavaba qué rincón. Salvo por los fines de semana, que requerían de una planificación estricta, el hombre estaba asombrado de lo bien que iba todo. Salvo por los fines de semana y por el escozor, que atacaba a traición.
En este extendido ínterin de intimidad en que se había convertido su vida, se miraba al espejo sabiéndose suyo y pensaba en el día que no fue, en la tarde que ya pasó, en la noche en la que casi. En la etapa anterior de su vida, se miraba al espejo y pensaba en su empleo, en la deuda con su hermano, en cortarse el pelo; en definitiva, en cosas que eran. El hombre vislumbró el hallazgo y se conmovió: no debía dejarse vencer por lo que es, lo que tiene que ser. Había otro yo posible y estaba dentro de él. Humedeció la toalla y la colgó para que la mujer la viera secándose.
Al contrario de lo que él mismo pensaba, con la llegada del calor le resultó más fácil mantener su estado; profundizarlo incluso, aunque no sin esfuerzo. El temor a ser descubierto comenzó a ser una amenaza cierta y la primavera le obligó a rediseñar el plan de abluciones. Confirmando que la organización vence al tiempo y a la ducha, el hombre afinó la distribución de las sesiones hasta conseguir una menor exposición por la vía del reparto de cargas, aumentando no mucho la periodicidad de las abluciones pero reduciendo en bastante el tiempo neto total de contacto con el jabón; el tercio superior se llevó la peor parte, sacrificio gracias al cual el tren inferior siguió encontrándose a sí mismo.
A las pocas semanas llegaron los sofocos atmosféricos y con ellos las piscinas y el “me mojo la nuca para refrescarme”; porque el hombre no le huía al agua, no. Y casi se zambullía con más ahínco para que el yo supiera de lo que era capaz. Al salir el hombre se secaba con naturalidad, aunque deteniéndose en las axilas; sabía que acababa de cavar otra trinchera y disfrutaba del momento sin sospechar que la consecución del objetivo trae consigo la sumisión a la victoria, y con ello la desazón. Mientras tanto, todos los otros seguían con huesos en las caras mojadas y cobrizas.
Pero una noche calurosa, mientras el hombre cenaba con una mano y se rascaba con la otra, se sucedieron frente a él calamidades en alguna región fría del mundo. Las imágenes mostraban una fila interminable de personas caminando penosamente sobre la nieve a la vera de un río congelado; la sombra de los aviones de guerra le daban un aire de animación a lo que parecía una fotografía antigua. Tomada desde el aire la escena desprendía cierta lejanía, pero los planos cortos mostraban crudeza, los surcos del viento helado agrietaban los rostros huesudos; hasta los niños parecían viejos. La mujer opinó que aquello era “horrible”. El hombre no sintió nada, al menos nada en particular, pero (esa noche frente al televisor) se vislumbró a salvo, supo que no tardaría en cumplir los cincuenta, que deseaba ser como es y que, de una manera un tanto personal, estaba contento de haber encontrado una forma de ser yo mismo. La fila de gente comenzó a cruzar el río por un puente estrecho. El hombre se levantó entonces de golpe y fue sin cojear a encerrarse en el baño.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 17: La Desgracia)
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