domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_3: Nueve pasos (1/2)


No todos los reencuentros implican un encuentro, aunque resulte paradójico a primera leída. Este relato, dividido en dos entregas, constituye una prueba fehaciente de ello.

Demoro cerca de una hora en llegar a lo de Eva. Bastante, pero menos que los cinco años que hemos tardado en volver a vernos. No conozco su nueva casa, en este barrio flamante nacido al sol del ladrillo. Tampoco conozco a su hija, a quien Eva y su marido también acaban de conocer. Sinceramente, soy incapaz de acertar con el nombre de la niña; lo leí en el Power Point con que me había invitado mi amiga, una presentación muy dulce hecha seguramente por su esposo, pero no me alcanzó para hacer un vínculo verbal. Es igual. Eva fue una chica que ahora ya no es, y a quien conocí cuando nadie quería saber nada de hijos. Ni de dinero. Yo sigo igual. Ella ya tiene ambos, aunque apenas lleva tres semanas ejerciendo de madre. Aun con este escalón que hoy nos separa, y salvando esa manía madura de “volver a verse”, llego entusiasmado a esta urbanización fantasma, las calles con nombres de colores: calle Rojo, calle Amarillo. No veo la calle Negro.

Tras pasar dos veces por la esquina de Verde con Gris (el bar a medio abrir, los cristales encalados), venzo el pánico, interrumpo a un atleta ocasional y en un momento encuentro la calle que buscaba. Aparco frente al número 3. Una joven latina se afana por abrir la puerta, no suelta las bolsas, el manojo de llaves no es suyo. Junto a ella luce un carrito, modelo todoterreno, que emite un maullido largo, como el rezo de una multitud. Confirmo el número del portal, confirmo el teléfono móvil en mi bolsillo, me presento. La joven da un paso al costado y me señala el camino a la cerradura indicándome que La señora está dentro. Sé que ella sabe quién soy yo, Eva le avisaría de mi visita, me lo descubre su sonrisa al oír mi nombre, aunque los dientes no tardan en ahogar la complicidad. Levanto el carrito del lado de la cabeza y subimos las escaleras breves de la entrada, los tres, la chica latina, la niña llorona y un servidor, llaves en mano.

Eva ya está desbordada antes de que nosotros pisemos la alfombra de la entrada. Me saluda efusiva y lejana, como si acabara de salir de una reunión de dirección; creo que suda o se ha duchado; quizá tenga un gimnasio en esa casa chillona, de serie de televisión. Sigue delgada como siempre; pienso que ser madre sin pasar por preñez ni parto debe contribuir a la línea; a pesar de la ventaja, los cuarenta parecen duplicarse sobre sus hombros y, para qué seguir negándolo, alrededor de sus caderas ya medanosas. Tras un diálogo corto o seco con Eva, la empleada desaparece con la niña y el carrito y un rastro de llanto se ahoga por el pasillo y después a la izquierda.

En el aire queda un agujero que empieza a llenar el humo del cigarrillo de Eva. Me sorprende que fume, aunque no más de lo que me sigue sorprendiendo cada mañana saberme sin recaídas. Controlo las ventanas de ese salón asimétrico, casi todas cerradas. No sé qué me dice, pero cuando me pone la mano en el pecho no necesito ver sus ojos: me alcanza el peso de ese brazo que trae un cuerpo que duele como dos.

–No puedo más.

Tres palabras que matarían cualquier noviazgo, todo matrimonio, abren nuestro encuentro tras estos años. Cómodo no es la palabra que mejor define mi estado en ese momento. Yo vengo a otra cosa. No digo una fiesta pero si más gente, dicha por la nueva, platos, dispersión. Algo de aquella luz. El salón huele a azufre. Quizá ella espera que yo conteste. Creo que hace un año que estoy de pie junto a esta lámpara de papel chino; si saliera huyendo volvería a pasar por el bar con los cristales encalados. A quién se le ha perdido qué buscando dónde. Dónde: en Iquitos, se responde Eva agitando el brazo y haciendo ruido con las pulseras. El qué: Cristal (el nombre es el nuevo; ahora no recuerdo el nativo que portaba la niña antes del pago). Ella impulsa su relato con énfasis, como si fuera obligatorio entender. Me esfuerzo en la atención y en un par de minutos sé que el negocio es claro: él es estéril, quiere adoptar a todo precio, y ella acepta como si tuviera que devolverle algo, Raro ¿no? Y ahora él trabaja fuera todo el día, y por las noches duerme, el ciclo circadiano del gallo proveedor.

Cambio de pierna, dispuesto a abrir el temario; a pesar del sudor de manos quiero saber qué ha sido de aquella chica animosa. Pero Eva, siempre atenta a los detalles, ya me especifica que es por eso que Cristal llora de día, la mantienen despierta para que duerma de noche; la chica la saca a que le dé el aire, antes de hacerle la comida, darle de comer y ahí sí, se echan las dos en el sofá a ver la tele y la niña duerme una siesta, mientras la chica zapea entre novelas y romances y también cabecea hasta la merienda. Y ahí aprovecho, respira Eva, para hacer mis cosas. Me muevo sobre los pies, como si fuera a decir algo. Aún no nos hemos sentado, la niña sigue llorando en la cocina, aunque me parece que menos que antes. Es casi mediodía, y nuestros cuerpos se apagan contra el fondo del salón.

(Continúa).

Alejandro Feijóo

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