No todos los reencuentros implican un encuentro, aunque
resulte paradójico a primera leída. Este relato, dividido en dos entregas, constituye
una prueba fehaciente de ello.
Tras pasar dos veces por la esquina de Verde con Gris (el
bar a medio abrir, los cristales encalados), venzo el pánico, interrumpo a un
atleta ocasional y en un momento encuentro la calle que buscaba. Aparco frente
al número 3. Una joven latina se afana por abrir la puerta, no suelta las
bolsas, el manojo de llaves no es suyo. Junto a ella luce un carrito, modelo
todoterreno, que emite un maullido largo, como el rezo de una multitud.
Confirmo el número del portal, confirmo el teléfono móvil en mi bolsillo, me
presento. La joven da un paso al costado y me señala el camino a la cerradura
indicándome que La señora está dentro. Sé que ella sabe quién soy yo, Eva le
avisaría de mi visita, me lo descubre su sonrisa al oír mi nombre, aunque los
dientes no tardan en ahogar la complicidad. Levanto el carrito del lado de la
cabeza y subimos las escaleras breves de la entrada, los tres, la chica latina,
la niña llorona y un servidor, llaves en mano.
Eva ya está desbordada antes de que nosotros pisemos la
alfombra de la entrada. Me saluda efusiva y lejana, como si acabara de salir de
una reunión de dirección; creo que suda o se ha duchado; quizá tenga un
gimnasio en esa casa chillona, de serie de televisión. Sigue delgada como
siempre; pienso que ser madre sin pasar por preñez ni parto debe contribuir a
la línea; a pesar de la ventaja, los cuarenta parecen duplicarse sobre sus
hombros y, para qué seguir negándolo, alrededor de sus caderas ya medanosas. Tras
un diálogo corto o seco con Eva, la empleada desaparece con la niña y el
carrito y un rastro de llanto se ahoga por el pasillo y después a la izquierda.
En el aire queda un agujero que empieza a llenar el humo del
cigarrillo de Eva. Me sorprende que fume, aunque no más de lo que me sigue
sorprendiendo cada mañana saberme sin recaídas. Controlo las ventanas de ese
salón asimétrico, casi todas cerradas. No sé qué me dice, pero cuando me pone
la mano en el pecho no necesito ver sus ojos: me alcanza el peso de ese brazo
que trae un cuerpo que duele como dos.
–No puedo más.
Tres palabras que matarían cualquier noviazgo, todo
matrimonio, abren nuestro encuentro tras estos años. Cómodo no es la palabra
que mejor define mi estado en ese momento. Yo vengo a otra cosa. No digo una
fiesta pero si más gente, dicha por la nueva, platos, dispersión. Algo de
aquella luz. El salón huele a azufre. Quizá ella espera que yo conteste. Creo
que hace un año que estoy de pie junto a esta lámpara de papel chino; si
saliera huyendo volvería a pasar por el bar con los cristales encalados. A
quién se le ha perdido qué buscando dónde. Dónde: en Iquitos, se responde Eva
agitando el brazo y haciendo ruido con las pulseras. El qué: Cristal (el nombre
es el nuevo; ahora no recuerdo el nativo que portaba la niña antes del pago).
Ella impulsa su relato con énfasis, como si fuera obligatorio entender. Me
esfuerzo en la atención y en un par de minutos sé que el negocio es claro: él
es estéril, quiere adoptar a todo precio, y ella acepta como si tuviera que
devolverle algo, Raro ¿no? Y ahora él trabaja fuera todo el día, y por las
noches duerme, el ciclo circadiano del gallo proveedor.
Cambio de pierna, dispuesto a abrir el temario; a pesar del
sudor de manos quiero saber qué ha sido de aquella chica animosa. Pero Eva,
siempre atenta a los detalles, ya me especifica que es por eso que Cristal
llora de día, la mantienen despierta para que duerma de noche; la chica la saca
a que le dé el aire, antes de hacerle la comida, darle de comer y ahí sí, se
echan las dos en el sofá a ver la tele y la niña duerme una siesta, mientras la
chica zapea entre novelas y romances y también cabecea hasta la merienda. Y ahí
aprovecho, respira Eva, para hacer mis cosas. Me muevo sobre los pies, como si
fuera a decir algo. Aún no nos hemos sentado, la niña sigue llorando en la
cocina, aunque me parece que menos que antes. Es casi mediodía, y nuestros
cuerpos se apagan contra el fondo del salón.
(Continúa).
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 3: San Cono)
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