El hombre, a pura carrera aeróbica, va por las calles repitiendo un mantra que no incluye verbos.
Este y nueve más. Este y nueve más. El hombre repite en silencio el mantra, así, sin verbo, mientras sus músculos celebran la acción que falta en la frase. Este y nueve más. Con el paso de las frustraciones, correr se había convertido en algo más que una actividad, una cita: una verdad enunciada con seguidilla de infinitivos, “ir a salir a correr”. Luego, son este kilómetro que se transita y los ocho que faltan. Y dentro de seis minutos, aquel y los otros siete. Los números redondos para el hombre corredor: una hora, diez kilómetros, un litro de sudor, una idea en condiciones de no morir olvidada.
El sol del invierno, tibio como una vela sucia. El chándal reluciente, hijo de la novedad. El recorrido urbano mensurado y casi desgastado: la calle en curva hasta el taller, la vuelta y los metros de descenso, un semáforo intermitente, la exigencia del repecho, la recta larga, otra esquina, la iglesia, las baldosas sueltas, la mata de ligustros, otra esquina, la calle en curva hasta el taller. Y la cuenta: este y seis más.
El hombre sabe que ha de evitar los pasos lentos del ensimismamiento, la tertulia en el espacio sináptico. Las ideas flotan, no corren. La última discusión con su esposa no es motor, tampoco la falta de trabajo, ni el empate del último domingo. No lo es el pálpito en el latido ni la ciudad ni la congoja. El sudor es perla, y el aire sale más de lo que entra. La mente ataja por el peso de la confirmación, la tortura de las cosas siendo como supo que serían. El alma tiembla del palazo del azar. No hay destino posible más que lo que fluye.
El tema mata cansancio y dolor. Los pies pasan más tiempo en el aire que en el suelo. Entre paso y paso. Este y cinco más. El ecuador ya es cerca. La última mitad pasa más corta, como en los viajes de vuelta.
La recta larga y la puerta de la iglesia ya están atrás. El hombre dobla la esquina rozando el brazo contra el ligustro y encara la calle en curva. Por un momento cambia el paso y se olvida de respirar. Entonces duda. Y lo que en vida es chispa, en correr es el fin. Recién después de algunos minutos puede moverse de donde ha quedado inmóvil. Siente frío y el café que le falta. Los pulmones abiertos, las astillas del fracaso sin razón. Si rompiese a llover tendría una excusa.
Vuelve sobre sus pasos para no andar por donde no corrió. Quiere que el tiempo pase, que la hora sea exacta. Si hubiera cumplido desearía la ducha. Quizá se pierde entre las calles.
La idea del pan viene después. Primero es el olor a miel quemada, el aire caliente. Y la náusea queda atrás de la sorpresa: un viejo chino apoyado en un coche fumando en pipa frente a la puerta de su negocio. El hombre corredor piensa que nunca ha visto un chino fumar en pipa, y que no conocía ni conocería a quien, a su vez, pudiera conocer caso tal. Por un momento se siente en la cima del mundo. Como si acabara de descubrir una nueva especie de mariposas.
Entonces sí, viene el hambre y el pan en sí es austero y los chinos suelen venderlo caliente.
El local está oscuro y dentro no huele a tabaco dulzón, a pesar de que la pipa aún humea de la boca del viejo. En un rincón, un niño chino arrodillado en el suelo acomoda latas en las baldas. El hombre se para junto al mostrador, las piernas entreabiertas. Parecería un duelo, de no ser porque sus ropas son impropias para el lugar y porque el viejo sonríe. El hombre hurga en el bolsillo de su malla elastizada, arranca del fondo la moneda y pide:
–Un pan –dice señalando la caja de cartón de donde asoman las barras.
El viejo agarra el pan envolviéndolo con un trozo de papel. Lo apoya en el mostrador, se moja los dedos con saliva y separa una bolsa de plástico del resto. El hombre estira el brazo, hace un ademán.
Tocar ese pan caliente es lo mejor que le pasa en todo el día. Envalentonado por el calor, le dice al chino que no quiere bolsa, que llevará el pan en la mano.
–No bolsa –resume, así, sin verbo. Como si fuera más fácil.
El viejo lanza una carcajada que asusta al hombre corredor. Aunque estridente, la risa es sincera. No hay explicaciones: ni se dan ni se piden. El niño chino aparece junto a él y también sonríe. La pipa ha desaparecido de la boca del viejo.
–No bolsa –repite el viejo riéndose. Y la mueca le redondea los ojos.
El hombre camina de vuelta a casa, una hora después de haber salido. El sudor ya se ha secado pero su esposa no notará que no ha cumplido el recorrido. Una lluvia finita. El pan mordido, frío, bajo el brazo.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 6, El Perro)
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