Los
hermanos Felice recogen algunas de las banderas del mito para traer al siglo xxi un folk colectivista gestado en un
antiguo gallinero.
Intuyo que si les digo que hablamos de
dos hermanos y tres amigos autodidactas que se dedican a hacer folk, la mitad
de los lectores correrán a esconderse en el refugio antinuclear más cercano. Es
lo que ocurre cuando se superponen estereotipos y prejuicios, que la gente
tiende a multiplicar el horror en lugar de dividir la atracción que seguramente
todos deberíamos sentir ante las familias unidas y los géneros musicales que
simulan constantemente haber dado lo mejor de sí mismos.
Para más inri, los cinco integrantes de
The Felice Brothers juran y perjuran que nunca habían tocado instrumento
musical alguno antes de lanzarse a la bohemia de los pasillos del metro
neoyorquino. Algunos años después parecen haber abrazado el profesionalismo,
aunque en una versión rural, toda vez que sus discos se graban en un gallinero
reconvertido en estudio. En cuanto abandonan el maíz pisingallo, se embarcan en
giras que se reencarnan en más giras, haciendo de lo colectivo ago más que una
polisemia rodante. Porque la propuesta de TFB se hace cuadrilla allí donde la
iconografía del folk folclórico presenta al tótem detrás de las seis cuerdas y,
con suerte, una armónica colgada de un gancho.
TFB suenan etílicos, lisérgicos, en las
antípodas del almidón, con coros que cualquiera podría reconocer en el ocaso de
una ronda de amigos bebedores con ganas de invadir la sesión trasnoche de un
cine de barrio. No tienen, para oponerse, el ya antaño escudo de la guerra de
Vietnam, aunque en este siglo tampoco les falten estímulos bélicos contra los
que encolumnarse. A cambio de doctrinas, desprenden un entusiasmo contagioso y
una congénita tendencia a la imperfección que no admite lecciones de pureza.
Los hermanos Felice y su amistosa compañía están de fiesta. Y aquel que no
corra a unírseles, que cargue con su propio notebook.
Blonde on Blonde
(Columbia Records, 1966)
A estas alturas del fin de la historia,
deben de ser más los humanos que hayan escrito sobre Dylan que los que lo han
escuchado. A causa de esta devoción el artista se hacía tótem, al tiempo que
Robert Zimmerman iluminaba a generaciones de padres, hijos y nietos, conformando
alrededor de su voz rasposa y su poesía una familia de feligreses que, habiendo
arriado o planchado sus banderas, le destacan hoy en su galería de mitos y
submitos. Esta es una realidad. A partir de aquí podemos abordar la sinuosidad
de los gustos, la mayor o menor nitidez de nuestros recuerdos, la altura de una
emoción... Pero nadie discute el silencio que dejaría su ausencia. Sería como
echar la culpa a los moáis del viento que arrasa la isla de Pascua.
No deja de resultar peculiar que un
hombre que realizó viajes tan vertiginosos como los emprendidos por Dylan goce
hoy de un embalsamamiento que lo mantiene sujeto al sepia con el mismo celo con
el que un taxidermista mima la piel de su pieza. De bandera del cambio (al
decir periodístico) a coquetear con nobel de Literatura; de plantar flores (metafóricas)
en las bocas de los fusiles a rasguear frente al papa, los viajes vitales de
Dylan, reconozcámoslo, siempre han de resultar infinitamente más banales que la
más banal de sus canciones (tiene varias). Pero estas palabras, que intentaban
rondar lo musical, son la prueba de la potencia del mito y de la cadena de
rendiciones que este provoca. En última instancia, ¿quién no ha pensado alguna
vez que su padre hacía boludeces y no por eso corrimos a recortar las fotos del
álbum familiar?
Como fuere, en iPods o en gramolas, a
diestra o a siniestra, huraño o excepcionalmente risueño, Dylan it’s just like a estatua. No hay tropezón que lo alcance, ni desentono que lo
desdibuje. Te queremos, Bob.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 10: La Leche)
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