El polifacético Bobby Conn
retoma su voz discográfica con un trabajo que sintetiza a la perfección su
tendencia a la exuberancia.
Estás
advertido: no te acerques a Bobby Conn si te molestan los artistas inquietos,
las canciones desprolijas y las morisquetas subidas de histrionismo. Conn no
será tu cantante de cabecera si te repatean las letras ácidas, las poses
ambiguas, el colorete en las mejillas y el abuso del falsete. Y jamás te admitirán
en su club de fans si te incomoda cierta vertiente del pop psicodélico, la que
se sirve del empalago del buque nodriza para retorcer el molde conocido. Si
nada de esto te escuece, esta es tu crónica y este, tu disco de la temporada.
Pero no te sientes ni te pongas cómodo: estos fideos se comen de parado.
Una
de las sensaciones que sobreviene ante la escucha inaugural de Bobby Conn es la
confusión. Aquello que una vez fuera calificado como su “amor omnívoro por los
géneros musicales” tiene en Macaroni
una continuación natural de aquel magnífico King
for a Day (2007), su ahora penúltima entrega discográfica. Claro que hay
glam rock –faltaría más–, y hay funk en sepia, y pop desteñido y electrónica
díscola. Y el violín omnipresente de su mujer Monica Boubou. Y todo ello regado
con un histrionismo desenfrenado que da volumen de exuberancia. Lo que queda,
pues, es desconcierto. El oyente no sabe bien si Conn habla en serio o en
broma.
Si
pese a las advertencias iniciales aún permanecen en estas líneas, sepan que los
discos de Bobby Conn (también este Macaroni)
desprenden una extraña solidez estructural. No son canciones ordenadas al
tuntún, ni se alternan mecánicamente las rápidas con las lentas; tampoco son
obras conceptuales, más bien cuentos sonoros taquicárdicos que, para mayor
gloria, tienen a la derecha talibán estadounidense entre sus dianas. Macaroni con tuco y pesto.
Macaroni (2012, Fire Records)
Alejandro
Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 20: La Fiesta)
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