domingo, 1 de septiembre de 2013

Salesman: Y primero fue el verso

Los vendedores de biblias retratados por los hermanos Maysles llaman a tu puerta dispuestos a engatusarte con el paraíso en doce cuotas sin intereses.

De la primera película firmada por Auguste y Louis Lumière a la última de Joel y Ethan Coen, los hermanos le han dado al cine tanto el esqueleto que lo convirtió en el séptimo arte como un revólver para vengarse del malo. Muchos hijos de sus mismos padres han sabido dirimir la competición vital de la fraternidad por medio de fotogramas inolvidables, ya sea en camarotes infinitos o mediante padres tiranos. Todos ellos (incluidos los Tres Chiflados), cada uno en su registro, confirman que a Caín y Abel, sobre todo al primero, les faltó algo de tempo narrativo. Por fortuna los hermanos Maysles no llegaron a los extremos de los bíblicos sino que se entendieron a través de una profusa filmografía documental cuyo repaso abarca semblanzas de la vida de Orson Welles o Marlon Brando, el elogio a la decadencia de Grey Gardens, o Gimme Shelter, el polémico concierto de los Stones en el que los Ángeles del Infierno apuñalan a un chico en cámara. Ante tales estaturas, Salesman puede colarse como obra de menor volumen; al cabo no es más que el retrato de un grupo de vendedores de biblias de Boston, con sus vidas vacías y sus trajes arrugados.

Como bien destapó Darwin y precisó más tarde Borges, las cuitas de Adán, Eva y progenie no son sino el sumun de la literatura fantástica; piensen que “lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología”, y eso que Gregor Samsa llega lejos en su hecho diferencial. Ante este paredón de la historia del hombre, Albert y David Maysles colocan al arquetipo del trilero, aquel cuya profesión apadrina el palabro vendebiblias para nombrar al charlatán, a quien se apoya en el relato para pisar y escalar. La confluencia arroja sombras, como es de esperar, pues si la huída a Egipto contribuye a sostener el discurso predatorio de los salesmen, este convierte a las páginas de arroz en una inspiración nada divina. La película (1968) es prácticamente equidistante en el tiempo entre Muerte de un viajante (1949) y Glengarry Glen Ross (1984), y al leerse como eslabón central aporta a la línea histórica un documento que, casa por casa, puerta a puerta, destripa lo humano sin más añadido que el estar ahí y mostrárnoslo.

El vendedor de Salesman se presenta en singular, si bien compone un equipo al que seguimos en sus coches, por los hoteles donde se alojan, en cada uno de los sofás que calientan con su verbo; a través de los no lugares que conforman sus puestos de trabajo. Reemplazan sus nombres propios por motes animales: el tejón, el zorro, el conejo, el toro…, y son listos o feroces, embisten al ama de casa retraída, a la familia irlandesa, al inmigrante recién llegado que mira desde abajo los peldaños de la escala social. Irrumpen en sus livings, marean a quien en la convención social ha de dejarse marear; les sacan varias jugadas de ventaja. Presionan, atacan donde duele, en los bajos del miedo banal, con la llave de la iglesia local como abrepuertas del rebaño. Por las noches llaman a sus familias desde el hotel y juegan al póker; apuestan billetes de un dólar, maldicen a los perejiles que no han firmado. Hay dinero ahí fuera y hay que salir a cogerlo, se escucha: la metáfora de la fauna. A la mañana siguiente podrá llover o nevar; y también irán a Florida y se tirarán de un trampolín. Pero la sádica guerra del vendedor continuará trazando el calvario de derrotas que culmina inciertamente en un triunfo único; un calvario intransferible y singular. Esta omnisciencia narrativa que adquiere la venta deforma el sueño americano hasta la caricatura. Y así la película se eleva sobre las pobres vidas con el vuelo del entomólogo social.

Como se explica en los créditos finales, los Maysles regresan a su ciudad natal para echar un vistazo a la gente con la que crecieron; entonces encuentran a los vendebiblias. Para seguirlos descabalgan la cámara del trípode y la suben al hombro –eso que ahora es el mainstream de las técnicas visuales. El blanco y negro amenaza; por sus poros respira el peligro. El sonido directo hace de banda sonora. Con estas herramientas mínimas, y un guión que se construye puerta a puerta, la narración subraya el anacronismo de un modelo familiar en extinción, las amas de casa con ruleros y en bata dejando pasar el tiempo hasta la cena; y una ceremonia para alcanzar al cliente que ha quedado hoy arrasada por la inmediatez de los mass media. Pero lo que Salesman conserva de actual tras la cortina del final de los años sesenta es la alienación monotemática del vendedor con la venta; la zanahoria sistémica tras la cual aguarda el palo de la miseria y el ocaso. Todo ello regado con el aroma a declive de una sociedad que, hoy como ayer, tiene la podredumbre a la vuelta de la esquina.

Alejandro Feijóo


No hay comentarios:

Publicar un comentario