Los vendedores de biblias retratados por los hermanos Maysles llaman a
tu puerta dispuestos a engatusarte con el paraíso en doce cuotas sin intereses.
De la primera película firmada
por Auguste y Louis Lumière a la última de Joel y Ethan Coen, los hermanos le
han dado al cine tanto el esqueleto que lo convirtió en el séptimo arte como un
revólver para vengarse del malo. Muchos hijos de sus mismos padres han sabido
dirimir la competición vital de la fraternidad por medio de fotogramas inolvidables,
ya sea en camarotes infinitos o mediante padres tiranos. Todos ellos (incluidos
los Tres Chiflados), cada uno en su registro, confirman que a Caín y Abel,
sobre todo al primero, les faltó algo de tempo narrativo. Por fortuna los
hermanos Maysles no llegaron a los extremos de los bíblicos sino que se
entendieron a través de una profusa filmografía documental cuyo repaso abarca
semblanzas de la vida de Orson Welles o Marlon Brando, el elogio a la
decadencia de Grey Gardens, o Gimme Shelter, el polémico concierto de
los Stones en el que los Ángeles del Infierno apuñalan a un chico en cámara.
Ante tales estaturas, Salesman puede
colarse como obra de menor volumen; al cabo no es más que el retrato de un
grupo de vendedores de biblias de Boston, con sus vidas vacías y sus trajes
arrugados.
Como bien destapó Darwin y
precisó más tarde Borges, las cuitas de Adán, Eva y progenie no son sino el
sumun de la literatura fantástica; piensen que “lo que imaginaron Wells, Kafka
o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología”, y eso que Gregor
Samsa llega lejos en su hecho diferencial. Ante este paredón de la historia del
hombre, Albert y David Maysles colocan al arquetipo del trilero, aquel cuya profesión
apadrina el palabro vendebiblias para
nombrar al charlatán, a quien se apoya en el relato para pisar y escalar. La
confluencia arroja sombras, como es de esperar, pues si la huída a Egipto
contribuye a sostener el discurso predatorio de los salesmen, este convierte a las páginas de arroz en una inspiración
nada divina. La película (1968) es prácticamente equidistante en el tiempo
entre Muerte de un viajante (1949) y Glengarry Glen Ross (1984), y al leerse
como eslabón central aporta a la línea histórica un documento que, casa por
casa, puerta a puerta, destripa lo humano sin más añadido que el estar ahí y
mostrárnoslo.
El vendedor de Salesman se presenta en singular, si
bien compone un equipo al que seguimos en sus coches, por los hoteles donde se alojan,
en cada uno de los sofás que calientan con su verbo; a través de los no lugares
que conforman sus puestos de trabajo. Reemplazan sus nombres propios por motes
animales: el tejón, el zorro, el conejo, el toro…, y son listos o feroces,
embisten al ama de casa retraída, a la familia irlandesa, al inmigrante recién
llegado que mira desde abajo los peldaños de la escala social. Irrumpen en sus
livings, marean a quien en la convención social ha de dejarse marear; les sacan
varias jugadas de ventaja. Presionan, atacan donde duele, en los bajos del
miedo banal, con la llave de la iglesia local como abrepuertas del rebaño. Por
las noches llaman a sus familias desde el hotel y juegan al póker; apuestan
billetes de un dólar, maldicen a los perejiles que no han firmado. Hay dinero
ahí fuera y hay que salir a cogerlo, se escucha: la metáfora de la fauna. A la
mañana siguiente podrá llover o nevar; y también irán a Florida y se tirarán de
un trampolín. Pero la sádica guerra del vendedor continuará trazando el calvario
de derrotas que culmina inciertamente en un triunfo único; un calvario
intransferible y singular. Esta omnisciencia narrativa que adquiere la venta
deforma el sueño americano hasta la caricatura. Y así la película se eleva
sobre las pobres vidas con el vuelo del entomólogo social.
Como se explica en los créditos
finales, los Maysles regresan a su ciudad natal para echar un vistazo a la
gente con la que crecieron; entonces encuentran a los vendebiblias. Para
seguirlos descabalgan la cámara del trípode y la suben al hombro –eso que ahora
es el mainstream de las técnicas
visuales. El blanco y negro amenaza; por sus poros respira el peligro. El
sonido directo hace de banda sonora. Con estas herramientas mínimas, y un guión
que se construye puerta a puerta, la
narración subraya el anacronismo de un modelo familiar en extinción, las amas
de casa con ruleros y en bata dejando pasar el tiempo hasta la cena; y una
ceremonia para alcanzar al cliente que ha quedado hoy arrasada por la
inmediatez de los mass media. Pero lo
que Salesman conserva de actual tras
la cortina del final de los años sesenta es la alienación monotemática del
vendedor con la venta; la zanahoria sistémica tras la cual aguarda el palo de
la miseria y el ocaso. Todo ello regado con el aroma a declive de una sociedad
que, hoy como ayer, tiene la podredumbre a la vuelta de la esquina.
Alejandro Feijóo
(Publicado
en Esto No Es Una Revista, número 23: El Cocinero)
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