Un documental soviético de los años sesenta se agita como trampolín
hacia un futuro anunciado de la vieja dama europea y sus vestidos harapientos.
Moría el siglo xviii cuando Francisco de Goya numeraba
con el 43 su aguafuerte “El sueño de la razón produce monstruos”. El grabado
representa al artista en pleno sueño acechado por una docena de murciélagos y
rapaces. Son tales su fuerza expresiva y la felicidad de la composición que hoy
día constituye una de las piezas más afamadas de su serie de Caprichos. Tanto, que a menudo se cita
su título incurriendo en confusiones, casándolo con referencias bibliográficas
o discursos tan célebres como apócrifos.
Lejos de Goya en época y discurso
estético (y quizá no tanto), el documental Fascismo
ordinario escenifica una de las lecturas posibles de la sentencia goyesca. Parida
en la Unión Soviética de los años sesenta por Mijail Romm, la película desglosa
el régimen nazi a partir de material fílmico confiscado. Y lo hace con una
destreza narrativa que la distingue de la maraña de reportajes existentes alrededor
de Hitler y su régimen. A través de la explotación de técnicas de montaje
singulares para la época, Romm establece un diálogo rápido entre unas imágenes
con sentido propio y una narración que no le escapa a la ironía. El resultado
es un ejercicio cartográfico sobre el fascismo como producto necesario de la
modernidad, y a la vez como su oxímoron.
Para que Alemania se convirtiera
de una fábrica de pobres a una fábrica de arios era necesaria la exaltación de
un sentimiento común. Y que esa excepción se convirtiera en un hecho normal. Además
de otras condiciones objetivas, como
la de una sociedad vencida y pauperizada sobre cuyo fango Hitler navegaba con
seguridad. El documental cuenta cómo el entonces candidato no dudaba en
prometer a los propietarios subir los alquileres, mientras les juraba a los
inquilinos que los bajaría (un mecanismo electoral de lo más actual). La bipolaridad
se resolvía mediante el regalo de un timón simbólico al que agarrarse: banderas,
botas, una forma de saludar, la lumbre de ríos de antorchas en las calles que
aún actuaban como fuerza preventiva de represión. Y un enemigo. Con ese petate
solo hacía falta el empujoncito institucional. El que dieron los monopolios ante
Hindenburg sugiriéndole al viejo
presidente que lo nombrara canciller: un empujoncito de millones de marcos.
Cuando asume, el partido de Hitler está en minoría. Hindenburg lo llama “el
cabo”. No es nadie. Nadie más que otro de los fusibles del sistema. Solo un
cabo. Un Lopecito, un Putin cualquiera. En poco tiempo son los representantes
de los monopolios quienes se inclinan ante los jerarcas del Reich; genuflexiones
que acaban dando sus frutos, pues algunas de esas firmas disfrutan hoy de una
robusta salud empresarial, repartiendo por el mundo, por ejemplo, ascensores en
los que subimos y bajamos todos los días. A todo esto el Reichstag ya había
sido incendiado; no había dónde ser minoría.
Fascismo ordinario aborda la figura de Hitler con la altura que da
la victoria pero sin ahorrar en precisiones. La parte que desmenuza su faceta
más personal empuja a la carcajada, mostrándonos al führer como una suerte de Carlitos
policía, Carlitos soldado, Carlitos boxeador, de disfraces sucesivos y bigote
único. Sin embargo, el líder alemán prepara sus espontáneos discursos ante el
espejo, ensayando gestos y arranques verbales y sometiéndose a sesiones de
fotografías que revelan su segura inseguridad. La gimnasia surte efecto. El
amor a Hitler no tarda en convertirse en un concepto legal. Esta corporeización
de la germanidad se despliega con tal ímpetu que en poco tiempo se convierte en
el orden natural de las cosas. La ley natural abarca también las piras de dos siglos
de literatura y pensamiento en el centro de Berlín. Los avisadores del fuego,
quemados. Las llamas de sus propias palabras multiplican a Brecht: “¡Oh
Alemania pálida madre! ¿Qué han hecho de ti tus hijos?”. El fuego, otra vez. La
quema de libros, coronando a Kafka, prefigurando a Bradbury. La antorcha
olímpica, cuya tradición se recoge de los Juegos de Berlín de 1936.
Son muchos los
sentidos en los que se antoja difícil eludir el espejo de Fascismo ordinario ante la Europa actual (este artículo se escribe en
Madrid, que a día de hoy es aún capital europea). Resulta singular comprobar
cómo un posible paradigma de lo anacrónico (¿habría algo más encasillado que un
documental soviético de los años sesenta?) contribuye a la configuración de los
escenarios inmediatos en una Europa cuyo poder político ha sido cooptado por el
sistema financiero. Pues esta entronización del intermediario que son los Rajoy
o los Monti, este elogio del Bartleby que hay en ellos, obtiene el efecto
contrario: eludir el etapismo en la escala de mandos del desfalco. El proceso
acelerado de pauperización de una parte importante de la población europea es
un efecto que ya está siendo causa de, digamos, asimetrías. La creación de
legiones de miserables a través del ajuste y el desempleo vuelve a confirmar el
reparto de personajes, a pesar de la inclinación del ciudadano medio hacia esa
construcción del imaginario llamada esperanza. Las formas en las que este
proceso se manifieste en lo ordinario
pueden ser múltiples; invito a no descartar ninguna. Pues una de las ideas que
sugiere Fascismo ordinario es que esta
cara del fascismo que es la nazi, estereotipada hasta el paroxismo, sabrá
adoptar nuevos rostros; sostener la ebullición durante mucho tiempo requiere
una cascada de recursos, habiendo desfiladeros más baratos. Así, se presenta
como un error múltiple afirmar que los führer de hoy han estado ocupando despacho
en Lehman Brothers. Pero el sueño de la razón es nuestro. No hay monstruos. Sólo existe lo humano, una y otra vez…
Alejandro Feijóo
(Publicado
en Esto No Es Una Revista, número 22: El Loco)
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