domingo, 1 de septiembre de 2013

Fascismo ordinario: Elogio de un futuro pretérito

Un documental soviético de los años sesenta se agita como trampolín hacia un futuro anunciado de la vieja dama europea y sus vestidos harapientos.

Moría el siglo xviii cuando Francisco de Goya numeraba con el 43 su aguafuerte “El sueño de la razón produce monstruos”. El grabado representa al artista en pleno sueño acechado por una docena de murciélagos y rapaces. Son tales su fuerza expresiva y la felicidad de la composición que hoy día constituye una de las piezas más afamadas de su serie de Caprichos. Tanto, que a menudo se cita su título incurriendo en confusiones, casándolo con referencias bibliográficas o discursos tan célebres como apócrifos.

Lejos de Goya en época y discurso estético (y quizá no tanto), el documental Fascismo ordinario escenifica una de las lecturas posibles de la sentencia goyesca. Parida en la Unión Soviética de los años sesenta por Mijail Romm, la película desglosa el régimen nazi a partir de material fílmico confiscado. Y lo hace con una destreza narrativa que la distingue de la maraña de reportajes existentes alrededor de Hitler y su régimen. A través de la explotación de técnicas de montaje singulares para la época, Romm establece un diálogo rápido entre unas imágenes con sentido propio y una narración que no le escapa a la ironía. El resultado es un ejercicio cartográfico sobre el fascismo como producto necesario de la modernidad, y a la vez como su oxímoron.

Para que Alemania se convirtiera de una fábrica de pobres a una fábrica de arios era necesaria la exaltación de un sentimiento común. Y que esa excepción se convirtiera en un hecho normal. Además de otras condiciones objetivas, como la de una sociedad vencida y pauperizada sobre cuyo fango Hitler navegaba con seguridad. El documental cuenta cómo el entonces candidato no dudaba en prometer a los propietarios subir los alquileres, mientras les juraba a los inquilinos que los bajaría (un mecanismo electoral de lo más actual). La bipolaridad se resolvía mediante el regalo de un timón simbólico al que agarrarse: banderas, botas, una forma de saludar, la lumbre de ríos de antorchas en las calles que aún actuaban como fuerza preventiva de represión. Y un enemigo. Con ese petate solo hacía falta el empujoncito institucional. El que dieron los monopolios ante Hindenburg sugiriéndole al viejo presidente que lo nombrara canciller: un empujoncito de millones de marcos. Cuando asume, el partido de Hitler está en minoría. Hindenburg lo llama “el cabo”. No es nadie. Nadie más que otro de los fusibles del sistema. Solo un cabo. Un Lopecito, un Putin cualquiera. En poco tiempo son los representantes de los monopolios quienes se inclinan ante los jerarcas del Reich; genuflexiones que acaban dando sus frutos, pues algunas de esas firmas disfrutan hoy de una robusta salud empresarial, repartiendo por el mundo, por ejemplo, ascensores en los que subimos y bajamos todos los días. A todo esto el Reichstag ya había sido incendiado; no había dónde ser minoría.

Fascismo ordinario aborda la figura de Hitler con la altura que da la victoria pero sin ahorrar en precisiones. La parte que desmenuza su faceta más personal empuja a la carcajada, mostrándonos al führer como una suerte de Carlitos policía, Carlitos soldado, Carlitos boxeador, de disfraces sucesivos y bigote único. Sin embargo, el líder alemán prepara sus espontáneos discursos ante el espejo, ensayando gestos y arranques verbales y sometiéndose a sesiones de fotografías que revelan su segura inseguridad. La gimnasia surte efecto. El amor a Hitler no tarda en convertirse en un concepto legal. Esta corporeización de la germanidad se despliega con tal ímpetu que en poco tiempo se convierte en el orden natural de las cosas. La ley natural abarca también las piras de dos siglos de literatura y pensamiento en el centro de Berlín. Los avisadores del fuego, quemados. Las llamas de sus propias palabras multiplican a Brecht: “¡Oh Alemania pálida madre! ¿Qué han hecho de ti tus hijos?”. El fuego, otra vez. La quema de libros, coronando a Kafka, prefigurando a Bradbury. La antorcha olímpica, cuya tradición se recoge de los Juegos de Berlín de 1936.

Son muchos los sentidos en los que se antoja difícil eludir el espejo de Fascismo ordinario ante la Europa actual (este artículo se escribe en Madrid, que a día de hoy es aún capital europea). Resulta singular comprobar cómo un posible paradigma de lo anacrónico (¿habría algo más encasillado que un documental soviético de los años sesenta?) contribuye a la configuración de los escenarios inmediatos en una Europa cuyo poder político ha sido cooptado por el sistema financiero. Pues esta entronización del intermediario que son los Rajoy o los Monti, este elogio del Bartleby que hay en ellos, obtiene el efecto contrario: eludir el etapismo en la escala de mandos del desfalco. El proceso acelerado de pauperización de una parte importante de la población europea es un efecto que ya está siendo causa de, digamos, asimetrías. La creación de legiones de miserables a través del ajuste y el desempleo vuelve a confirmar el reparto de personajes, a pesar de la inclinación del ciudadano medio hacia esa construcción del imaginario llamada esperanza. Las formas en las que este proceso se manifieste en lo ordinario pueden ser múltiples; invito a no descartar ninguna. Pues una de las ideas que sugiere Fascismo ordinario es que esta cara del fascismo que es la nazi, estereotipada hasta el paroxismo, sabrá adoptar nuevos rostros; sostener la ebullición durante mucho tiempo requiere una cascada de recursos, habiendo desfiladeros más baratos. Así, se presenta como un error múltiple afirmar que los führer de hoy han estado ocupando despacho en Lehman Brothers. Pero el sueño de la razón es nuestro. No hay monstruos. Sólo existe lo humano, una y otra vez…

Alejandro Feijóo






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