Ladridos en la noche. Noche de perros. Vida de perros. En esos vericuetos se pasea el personaje de esta nueva edición de Oro por baratijas.
Pero al hombre suelen torcérsele las cosas cada vez que, como ésta, confunde meta y camino. En este caso no hay un principio, y simplemente ocurre, esa noche o la siguiente: un ruido abombado llega hasta su silla desde la plaza vecina. El hombre se detiene, pero no le da tiempo ni a ser pesimista. Primero es el ladrido de un perro, nítido. Dos y tres. Son varios los animales que suenan y el bochinche es pelea de bestias. Pronto es un monólogo de ladridos que desborda lo anecdótico y se convierte en una amenaza directa para el sueño de vivir para siempre. Tuerce la mueca y la molestia es lamento.
Se acerca a la ventana y en lugar de subir la persiana se agacha, las láminas aún tibias. La plaza vecina es un codo de sombras, las copas de los árboles impiden detallar y el ruido es ahora una ráfaga, dos y tres que llegan hirientes. El hombre conoce el terreno que intenta escudriñar, pues en algún sitio comienzan sus paseos vespertinos. Sabe que la topografía responde más al descuido que a la apuesta arquitectónica, y que las paredes que circundan la plaza componen un embudo donde el ruido encuentra un vientre que lo expulsa multiplicado. Así, el eco retumba, no repite el fraseo, y su efecto remite más al altavoz que al desfiladero. No se ve pero se oye, la jauría. El hombre mira hacia las otras ventanas y se pregunta cómo es que nadie ha disparado todavía, aunque más no fuera al aire.
El hombre ya lo había husmeado por el vecindario: “Ha visto…”, decían unos; “Unos guarros”, especificaban otros; “Esos guarros de la plaza”, concretaban los menos. Pero el demostrativo alejaba la amenaza a la distancia media, y en ningún caso se hablaba de perros. Ahora el hombre traduce en su carne y sabe que por “guarros” se define al grupo de jóvenes que, distraídos por el alcohol y algún sentido de la camaradería, acampa en la plaza cuando la tarde se rinde. El hombre recuerda, no sin candidez: él también había sido joven y en cierto sentido también fue “guarro”, en plazas de otras latitudes, la botella de mano en mano; los vapores y las noches por delante. Aunque entonces bastaba lo humano y no había perros ni se los deseaba. El recuerdo dura lo que el silencio roto por el siguiente ladrido, amplificado por las paredes. Así, “esos guarros de la plaza” pasan a ser “los guarros”, con artículo determinado que señala y culpa. Con mascotas que los justifican.
Aquella noche de perros parece ser la primera de otro siglo, pues amenaza con opacar lo que vendrá. Esa noche el hombre no sólo no puede dormir, sino que descubre los matices infinitos de las voces caninas, su poder combinatorio, la potencia sabida de un setter, la sorprendente de lo que supone un pequinés. Recién al alba cree adivinar una porción de silencio y concilia un rato de sueño.
Dos y tres noches después, todo sigue igual. El caos ya es norma, y hasta puede decirse que el hombre se ha acostumbrado a dormir de día, cuando los guarros y sus perros descansan de sus fechorías a destiempo. Por resumir, al hombre lo desvelan dos obsesiones que son una: cómo es que ningún otro vecino ha hecho sangre ya y cómo ejecutar la venganza sin recibir castigo. A la noche siguiente, la vigilia se llena de modos probables de dañar a la jauría. Las armas de fuego quedan descartadas de inicio, más por ruidosas que por ajenas. También el ataque frontal, con cuchillo de cocina por ejemplo, por la reacción de los guarros y la dificultad de un plan de escape. Finalmente, cuando el cielo empieza a rosear, las opciones se reducen a dos: el manido veneno para ratas y el más elaborado plato de albóndigas con vidrio. Esa mañana el hombre llega al sueño con los rayos contra las persianas y la receta definida.
Despierta bien pasado el mediodía, la boina de calor contiene un silencio espeso. Al poco, el hombre ha reunido los ingredientes aunque le cuesta romper la botella y formar con sus restos las pequeñas astillas que se mezclan con la cebolla y la carne picadas. Mientras revuelve el mejunje con una cuchara de madera imagina que los cristales rayarán los intestinos cuando ya hayan vuelto a sus casas, a las casas de los guarros, y acaben desangrados sobre sus alfombras hechas con viejas prendas de lana de sus dueños guarros. La venganza tiene una única zona gris: la necesidad del hombre de ver sufrir a sus víctimas. El resultado es una fuente humeante de pequeñas esferas de carne, algo más pesadas que las que hacía su madre. Cegado pero generoso, el hombre rocía las albóndigas con una salsa rebajada con una pizca de azúcar.
Esa tarde, el hombre se ducha y se viste con sus mejores ropas. Mientras se retoca frente al espejo escucha los ladridos; por primera vez en muchos días sonríe. Espera que la noche se desplome y baja a la calle. Bolsa en mano, cambia de acera y con la vista pegada al suelo se interna en la plaza, casi un sepulcro. En un rincón, refugiados por árboles, el grupo de guarros pulula entre las sombras. En el suelo el hombre adivina botellas vacías, un bolso deportivo, restos de comida. Pero en el aire no hay más que susurros de diálogos entre guarros. Y ni rastro de animales. El hombre siente el miedo y apura el paso con la mirada de los guarros clavada en su nuca. El regreso a su casa es por el camino más largo, por donde solía comenzar sus paseos vespertinos. Allí, los ladridos vuelven a ser ensordecedores. El estruendo lo acompaña de vuelta a casa; en el vestíbulo y el ascensor suenan perros. La llave ladra al entrar en la cerradura. En la cocina abre la bolsa y destapa la fuente de albóndigas. Todavía humean, y siguen oliendo de muerte.
Alejandro Feijóo
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 14: El Borracho)
No hay comentarios:
Publicar un comentario