Montados a lomo de la palabra recorremos algunos poemas en los que el
caballo va cabeza a cabeza con la metáfora.
Si uno pertenece a la categoría
“niño de ciudad”, es más que probable que la primera referencia al mundo equino
fuera la del caballo blanco de San Martín (o el del apóstol Santiago o el
correspondiente equivalente transmundano), incólume en su cromática leyenda
redundante por los Andes de los renglones. Desde su galope resignificado a través
de los pasos cordilleranos, el corcel comienza a abocetar una mística que se
embarra como los héroes de dos metros con la misma facilidad con que construye
hazañas domésticas, prácticamente inexistentes. Así, el caballito no tarda en
alzar las primeras metáforas, que podrán estar vinculadas al espasmo de una
idea o al enhebrar de los sentires más remotos, pero siempre con riendas de
vivir el tiempo hasta que el magma-palabra erupcione sobre el ansia del
embridar.
Si, en cambio, a uno le ha tocado
la cuna rural, en cualesquiera de sus estepas vertientes, el caballo tiene y
tendrá el impacto físico de los hallazgos: la textura de la intemperie, la del
olor acre de orines. Las ancas salientes marcan el vaivén de la almena
memoriosa, que se yergue al auxilio del viento cuando el desamparo reposa en
ese horizonte parturiento de ocasos. Entonces, el cuadrúpedo –devenido en cumbre
del decir universal– vendrá a ocuparse más del contrapelo húmedo en la urdimbre
de luciérnagas que de una forma de soñar con otros ojos; más del cuero
desollado que de la necesidad de abrigarse. Pues nunca es bastante el azar si
se ha podido cotejar la huella con la herradura, en el momento preciso en que
la suerte baja los brazos y claudica ante el muro del porvenir.
La única duda que nos queda es de
qué color es el caballo transparente de los poetas.
Alejandro Feijóo
(Publicado
en Esto No Es
Una Revista, número 24: El Caballo)
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