domingo, 1 de septiembre de 2013

Poemas equinos

Montados a lomo de la palabra recorremos algunos poemas en los que el caballo va cabeza a cabeza con la metáfora.

Si uno pertenece a la categoría “niño de ciudad”, es más que probable que la primera referencia al mundo equino fuera la del caballo blanco de San Martín (o el del apóstol Santiago o el correspondiente equivalente transmundano), incólume en su cromática leyenda redundante por los Andes de los renglones. Desde su galope resignificado a través de los pasos cordilleranos, el corcel comienza a abocetar una mística que se embarra como los héroes de dos metros con la misma facilidad con que construye hazañas domésticas, prácticamente inexistentes. Así, el caballito no tarda en alzar las primeras metáforas, que podrán estar vinculadas al espasmo de una idea o al enhebrar de los sentires más remotos, pero siempre con riendas de vivir el tiempo hasta que el magma-palabra erupcione sobre el ansia del embridar.

Si, en cambio, a uno le ha tocado la cuna rural, en cualesquiera de sus estepas vertientes, el caballo tiene y tendrá el impacto físico de los hallazgos: la textura de la intemperie, la del olor acre de orines. Las ancas salientes marcan el vaivén de la almena memoriosa, que se yergue al auxilio del viento cuando el desamparo reposa en ese horizonte parturiento de ocasos. Entonces, el cuadrúpedo –devenido en cumbre del decir universal– vendrá a ocuparse más del contrapelo húmedo en la urdimbre de luciérnagas que de una forma de soñar con otros ojos; más del cuero desollado que de la necesidad de abrigarse. Pues nunca es bastante el azar si se ha podido cotejar la huella con la herradura, en el momento preciso en que la suerte baja los brazos y claudica ante el muro del porvenir.

La única duda que nos queda es de qué color es el caballo transparente de los poetas.

Alejandro Feijóo






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