domingo, 1 de septiembre de 2013

OxB_21: Atrás vuelta

Una visita inesperada puede arruinarle la tarde a cualquiera, incluso a quien muere de deseo por ser visitado esa misma tarde.

El hombre piensa que la próxima vez que la vea le dirá todo. El agua ha comenzado ya a hervir y salpicar. Una gota, mínima o transparente, cae sobre el dorso de su mano, la piel se tensa, por un instante los dedos cocean al aire tratando de ahuyentar la partícula de dolor. Cualquiera solventaría primero la coyuntura; la forma más simple, disminuir el fuego, incluso apagarlo. Pero el hombre decide sin decidir que todo siga deviniendo, entregado a la causa circular de que la próxima vez que la vea Le diré todo y no tendrá vuelta atrás. Después será el abismo, el cero absoluto: un estado puro de nada; su cuerpo, el abandono, Darme por vencido. Pero eso será Después. Ahora, el hombre todavía sostiene en la otra mano la cuchara del azúcar; al ras y en perfecta horizontal. La sostiene desde siempre, desde que la verdad le interrumpiera el café de la tarde. La sostiene sin temblor, sin temblor ni sombra de congoja, solo el hormigón del adiós flotando sobre sus ojos chiquitos, muy chiquitos, las pupilas como alfileres negros. Y no tendrá vuelta atrás. Probablemente. Después.

El hombre apaga el fuego y vuelca el azúcar sobre el fondo de la taza. La inminencia de lo irremediable, sus pasos de minueto entre sedas vaporosas, hubiera doblegado a cualquier hombre que no fuera este. Pero el efecto es el contrario, tal vez porque la memoria del dolor de la gota sobre su mano haya completado un círculo que el hombre no acierta a adivinar cuándo empezó a trazarse; o acaso sea la fuerza que le añade el desprenderse de Las vidas que no viviré, Los dichos que no escucharé. Por primera vez en la barca de esa tarde el hombre dice Ella. Y como en la zona cero del morfema, el sentido de la ausencia solo se entiende frente a sus huesos y el café, como un todo estéril que no muere por separado. Ahora sí, el agua viscosa ya lleva sello de infusión; ahora sí desea disolverse y decirle todo, con el arrojo de quien sostiene entre los dedos una taza de café humeante. Y entonces ella escuchará y se aliviará y se despedirá y será solo un bulto entre las sombras, un divieso de la luz, una baldosa suelta en el salón de su memoria a la que, por sabida, se sortea sin tropezar. Cuando le diga todo. 

El hombre da la vuelta sobre sí mismo, dispuesto a abandonar el área chica de la mesada. A pesar de que aquello que se abre ante sí es su propia casa (¿cuántos, diez años ya?) necesita acordonar la zona con los ojos, domar el vértigo de haberlo decidido, meterse en el paisaje y paladear la fotogenia del antídoto. La mirada le devuelve unos muebles temblorosos, las cortinas empañadas. Más allá de la ventana, el espejismo de la calle. La tabaquería de enfrente está cerrada. Las pocas almas van de a una, pero también de a dos y de a más, únicamente solas, no soberanas; solas como cópula sin rencor. Como si el rito no pudiera ser también hallazgo; como si nadie supiera que la próxima vez que la vea Se lo diré Todo.

Al hombre le parece que una mujer se le parece a Ella. Y la vista cenital aceita la confusión. Diría que se le parece en el andar, los pies algo separados, las ingles hacia delante; la sinuosa convicción de ser deseada por el asfalto y otros hombres. El espejo se esfuma cuando la pierde de vista tras una marquesina. Ahora ya lo sabe: no habrá más tiempo de ansiedad; no volverán los noes que dicen sí, ni el desayuno tardío; no volverá a esperarla ni volverán los dedos más anchos que los suyos ni el estigma de encontrarla pensando en otra cosa mientras da vueltas a su alianza. El hombre sopla el humo del café. La voluta es una piedra. El primer sorbo sabe a viejo.

La chicharra del timbre lo electrifica. El hombro ordena un movimiento brusco que desciende por el codo, abraza la muñeca y agita la mano. Ya no es una gota mínima o transparente la que cae: el café chorrea por sus dedos sin anillos. El timbre vuelve a sonar, y esta vez el zumbido bulle como agua hirviendo. Como si no pudiera esperar a escucharlo Todo.

Alejandro Feijóo



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