Amy
Winehouse murió en su casa de Candem, un barrio de Londres que según algunas
guías turísticas es “muy conocido por la vida alternativa de sus habitantes”.
Amy Winehouse ha muerto en su casa de Candem, un barrio
de Londres que según algunas guías turísticas es “muy conocido por la vida
alternativa de sus habitantes”. Nada le quitará a partir de ahora ser también
conocido por la muerte “menos alternativa” de una de sus vecinas más famosas. Y
es que tras mucho haber amagado, Winehouse entró por derecho propio en el
conocido como Club de los 27, esto es, el grupo de músicos más o menos
violentamente fallecidos a esa edad juvenil y que tiene en su podio nombres
como los de Janis Joplin, Jimi Hendrix, Brian Jones, Kurt Cobain o Jim Morrison
(pero no son los únicos). El lector (y oyente) iniciado matizará que Winehouse
solo se une a dicha sociedad por la coincidencia de las fechas, pero elijo que
estos no sean lugar ni ocasión para dirimir méritos artísticos.
Si de música hablamos, de Winehouse nos quedan dos discos
de los que todos tarareamos “Rehab”, su éxito mayúsculo del Back to Black (2006), devenido en himno vintage de una chica a la que, no sin
paternalismos, aplaudimos para que no nos defraudara en su debacle. Es más,
sospecho que en cualquier ordenamiento legal de eso que se conoce como
democracias-legislativas-occidentales cualquiera de nosotros podría haber sido
procesado por complicidad, omisión del deber de socorro o como se llame la
figura legal correspondiente a corear el “No, no, no” e incitar así a que Amy
se saltara la rehabilitación. Resulta evidente que esta reflexión no tiene
ningún asidero legal y, vistos los tiempos que corren, huele a vieja, a idea de
cincuentón trasnochado. Puede, pero no obstante los invito a que falseen
conmigo la realidad y lean la muerte de Winehouse desde una óptica
jurídico-sanitaria, como la de una chica enferma tirada al borde de la
carretera a la que alentamos para que siga rajándose el vestido.
Visto desde esta óptica, el caso de Amy tiene no poco de
lo interpretado por Antonin Artaud sobre el suicidio de Van Gogh. Recuerden,
aquel “suicidado por la sociedad” que se convierte hoy en una suicidada por el
entorno, puesto que si ya no hay más clase obrera sino asalariados (muy pronto,
emprendedores) y si ya no hay pueblos sino ciudadanía, es natural que tampoco
queden ya sociedades y en su lugar brillen los entornos, ese cóctel perverso de
amigos y familiares, conocidos y cantamañanas, representantes y abogados
varios, damas y caballeros y público en general.
Probablemente siempre haya habido entornos, y si no
consulten la historia de la antigua Roma. Pero entonces no existían las cámaras
digitales ni las redes wifi para postear al instante en las redes sociales.
Eludiendo adrede el calificativo de víctima, a Winehouse no le fue del todo
bien con esto de haber nacido en la era de la fotografía digital. Las
instantáneas retratando su declive fueron conveniente y sucesivamente aireadas
en cuanto medio las adquiriera o pirateara, y así hemos podido ver sus fosas
nasales con aureolas de polvo blanco, pústulas de dudosa procedencia sembrando
su cutis, tropezones de borrachín e innumerables matices de la tristeza
tintando su cara de pretérito imperfecto. Por no hablar del vídeo en streaming y sus secuaces “youtubescos”,
que encuentran su máxima (mínima) expresión en las imágenes del ya famoso
directo en Belgrado, inicio y cierre de su última y efímera gira.
En su honor cabe decir que su muerte tiene mucho del aire
vintage que se impuso a su persona,
que era su personaje. Y es que las muertes solitarias en la cama por presunta
sobredosis o su análogo coma etílico son cosas de los sesenta y los setenta,
como lo certifican los sucesos paradigmáticos de Joplin, Hendrix, Brian Jones y
el propio Morrison, o la más tardía de John Bonham, que no tenía 27 sino 32
años de edad. Cierto es que la muerte de Brian Jones merece un comentario
aparte por el efecto piscina, que remite a partes iguales a Hitchcock y al
Billy Wilder de Sunset Boulevard.
Pero entrados ya en los noventa, un hombre de su tiempo que se preciaba de tal
condición, Kurt Cobain, eligió (sic) la muerte mediante disparo de escopeta en
la cabeza y carta de despedida manuscrita, dos circunstancias hoy impensables
para cualquier estrella aspirante al Club de los 27. En este contexto, fresco
está el deceso de Michael Jackson, mucho más propio del siglo xxi, incluida la oscura figura del
médico huyendo de la mansión tras la última inyección de barbitúricos.
De este modo un poco demodé, la muerte de Winehouse hace
honor a parte de su existencia, al menos a la parte pública. Su vida a
destiempo, su movida bipolar, sus peinados de varios pisos y ese paso enclenque
sobre tacones estratosféricos son signos de otros tiempos. Ya sé que vivimos
inmersos en un eterno retorno, y que más tarde o más temprano volverán los
tonos ocres a las colecciones de moda. Pero vistos los resultados, lo de Amy
iba decididamente en serio.
Por último, más allá de interpretaciones, si alguna
enseñanza inmediata deja la muerte de Amy Winehouse es que la única forma de
seguir vendiendo discos en la actualidad es morirse “en oscuras
circunstancias”. Y es que no tiene el mismo glamour
descargarse el disco de un vivo que piratear a un muerto. Pasó y sigue pasando
con Michael Jackson. Y comienza a pasar con Winehouse. Apenas pocas horas
después de encontrarse su cuerpo sin vida (aún no se conocen los resultados de
la autopsia) los pedidos de su flaca carrera discográfica se multiplicaron por
37, según The Official Charts Company. Y repuntando, porque al entorno todo
suele resultarle poco.
Madrid, 25 de julio de 2011
Alejandro Feijóo
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