Fragilidades y fortalezas; banderas de tela y simbólicas; padre-hijo-esposa, son algunas de las piezas con las que flamea este relato intenso.
En algún momento regresa la mujer del hombre. Cuelga del perchero la chaqueta de la emancipación y se sumerge en las mejillas de su hijo salpicadas de manchas naranjas. El hombre la mira de costado, con una intensidad que en otro momento sería desconfianza y ahora apenas pasa de reclamo compasivo. Como si pidiera permiso para ir adonde ella no quiere que vaya.
El hombre conduce bajo la lluvia. Hay curvas, un túnel y varios semáforos intermitentes. La ciudad no está desierta, solo distraída. La alarma otra vez. Al cabo de un tiempo llega, con la ansiedad de quien sabe que pronto la paz será un rato posible. Los mecanismos del vicio, se dice, mientras revisa los billetes. En un bolsillo pone la cantidad acordada y en el otro, el resto, por aquello de que la transacción debe ser limpia, rápida, quirúrgica. Eso le ha dicho quien le mandó adonde está a punto de entrar.
Es la primera vez que visita esa casa. Y aunque lo esperan, su llegada causa cierto desconcierto. Al menos eso es lo que el hombre detecta, tal vez porque el chico y la chica suponen que las personas canosas como él consumen productos legales. La estancia está en penumbras, y una ráfaga ácida le atraviesa las fosas nasales. El olor no proviene de la sustancia que el chico consume, ni del plato de algo que la chica sostiene entre las piernas, la vista inundada de televisión. El animal negro se estira sobre un sofá lleno de pelos, y eso que llaman maullido es reclamo, lascivia, lengüetazo en el coñito.
–El celo –confirma el chico mientras manipula la postura. El hombre repara entonces en la pared, en la bandera que hay en la pared, en el escudo que hay en la bandera, en el terror tras el escudo. Calcula la edad del chico como la mitad de la suya y calcula que entre chico y chica no suman los años de él. Las cuentas son rápidas: podrían ser sus hijos si él los hubiera engendrado a la edad que tienen ellos ahora, por lo que su hijo sería su nieto, y estos dos, los padres del pequeño que no toma puré de zanahoria cuando la madre no está. Sabe que hay algo que se le escapa pero no qué.
El chico le pasa la postura envuelta en celofán. Sus rasgos son amables, casi delicados, más propios de colleger que de dealer; las cutículas recortadas no indican rudeza en las labores; su tono de voz deja sospechar una alta probabilidad de estudios obligatorios completados. Entonces la bandera qué, si era horror cuando flameaba en mástiles y ahora si aparece en palos es con igual propósito de fosa. El chico no cuenta el dinero.
El hombre no ve de dónde proviene el ataque, solo siente las uñas en la nuca, un chasquido, el deseo hecho arañazo. Con la misma rapidez la gata desaparece bajo el mueble de la tele; en el aire se escucha el zumbido de la patada del chico que asusta más al hombre que al animal. La chica sigue empapada de colores, el plato de algo ahora vacío.
El hombre se duele, busca sangre en su cuero cabelludo pero sus dedos salen secos. ¿Espera una disculpa? No abre la boca pero el chico responde igual.
–Regalo de mi padre –dice señalando la bandera. No es excusa, ni siquiera explicación: lo dice con la pasión de un guía turístico. La alarma del reloj los iguala: la señal horaria a las y veinticinco. El chico no pregunta pero el hombre responde igual.
–Es que no sé cómo quitarla –se excusa como si debiera algo.
–Trae –dice el chico. Ahora suena rudo. Dedos vuelan sobre botones. El reloj vuelve enseguida a la muñeca del hombre.
–Las máquinas y yo... –se avergüenza, casi un viejo.
El arañazo escuece pero el ambiente ya no hiede.
Al salir sigue lloviendo, como si fuera la misma hora que antes. Piensa en probar el producto en el coche, pero se espera a volver a su casa.
La cocina está fría. En la mesa hay un vaso con huellas digitales y en los azulejos, pintas anaranjadas. Prueba y no puede decir que el producto sea bueno o malo: distinto a lo otro que venía comprando. Al poco rato, los restos de comida parecen una escultura, los gatitos comienzan a caerse del borde del plato. Con la cuchara de plástico rebaña los restos de puré. Caliente estaría insuperable.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una Revista, número 10: La Leche)
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