El sueño del hombre esta vez trae consigo un apéndice que duda entre buscar
y encontrar.
El hombre sueña que tiene
una mano metida dentro de sí mismo. Técnicamente el sueño presenta un error,
pues la mano entra por la boca apenas hasta la muñeca pero logra alcanzar y
revolver las tripas más alejadas. Pero no es esta licencia onírica lo que preocupa
al hombre soñador, acostumbrado a admitir los permisos del sueño cuando aún se
está dentro de este. El hombre sabe que el placer se encuentra en derrotar a la
tentación y no en sucumbir a sus adornos y recompensas, al boato de saberse
tentado, al ornamento del destello. Y sin embargo, en el sueño desde el que
relata, el hombre accede a la tentación de buscarse por dentro. Pide el hombre
que no se confundan: el señuelo es encontrarse pero la debilidad empieza y
termina con la búsqueda.
El hombre con la mano
hurgando en sus entrañas sueña con las cosas en su lugar. Pero las cosas en su
lugar son en sí mismas una saciedad, una comodidad del paisaje, como lo son los
cocos en las palmeras, como las palmeras en la playa, como la mano recorriendo
el interior de uno mismo. Los contornos de las cosas coinciden, las marcas
continúan en las marcas siguientes, dispuestas con utilidad, con para qué. No
hay una sola sombra que rompa el trazado milimétrico del objeto bien dispuesto.
El hombre sabe que la muerte de este orden dispararía el inicio de otro sueño,
incierto por definición, embarrado y caótico, donde todo pueda disponerse de
forma única y novedosa. Donde esa absurda muerte de saciarse por el orden de
las cosas allane el camino a otra forma de recompensa.
El hombre con la mano
dentro de la boca del sueño no quiere, se niega, se revuelve si no hay palabra
dicha o soñada. Si no hay nombre que encaje con la cosa como la cosa se amolda
al lugar que tiene que ser. El hombre sabe que “tentación”, “contorno”,
“palmera” son más (infinitamente más) que el ceder a la búsqueda en uno mismo,
que la línea que delimita, que el origen del coco. Más que el hecho real o
supuesto que impulsa la convención nombre.
El hombre, por supuesto, sabe que esta entelequia no podría sostenerse más allá
de un sueño, pues es la cosa sin nombre la que reclama ser nombrada. Pero el
sueño es palabra. Y si el hombre ahora arranca sus órganos la herida será el
relato de esta incisión. Será “Vida que le regalo a la muerte” y no un hombre
que se indaga a sí mismo con la mano metida en su boca hasta la muñeca. Pide el
hombre que recuerden que buscar no es encontrar.
El hombre del sueño decide
que es la hora del hacer. Que ya basta de cesiones, del orden y del cosmos, de
decir aquello que no se consigue asir ni siquiera en sueños. No le importa al
hombre que para ello haya que ceder en la búsqueda y volver a ceder. O sacar
las cosas de su quicio y desencajar el molde que nos vino. O dejar de llamar y nombrar
y reglar. No le importa al hombre que no haya habido hombre capaz de ganar la
batalla contra el tiempo. Ni que cada arena hecha de siglos apenas precise de
un soplo y vuelta a morir en la búsqueda de otro sedimento. No. El hombre se
convence de que no hay mejor forma de partir del sueño y violar su relato que
trazar un horizonte desde el que hacer sin palabras ni indagaciones ni nada que
se parezca a una cosa que ocupa correctamente su lugar.
Por ello, el hombre que se
soñaba acaba en el despertar que en sí mismo es un hacer. Y abre los ojos saca
los pies de la cama da varios pasos abre una puerta aparta la silla enciende la
hornalla pone el doble de café en la taza. No le importa que todo le cueste más
con una sola mano.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 33: Cristo)
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