lunes, 29 de septiembre de 2014

Un tranvía llamado Woody Allen

La obra temprana de Woody Allen nos revela que todos quisimos ser otros antes de ser quienes creemos que somos.

¿Cómo hemos sido todos nosotros antes de ser quienes somos? Según cómo se formule, la pregunta puede situarse junto al folletín de autoayuda o acompañando a la introspección narcótica más profunda. Sea de esta manera o de aquella, no es difícil que la conclusión más honesta acabe siendo algo parecido a que todos somos lo que venimos siendo, otorgándosele a este gerundio compuesto una dimensión espaciotemporal que allá cada uno con su cronología de picos vitales y zanjas espirituales.


En el caso que nos ocupa, la pregunta emergió como Tritón del agua al revisar profusamente la filmografía de Woody Allen (Nueva York, 1935) y apreciar lo que todo el mundo ya conocía: sus ejes temáticos –“obsesiones” en argot periodístico– se esparcen película a película con la precisión de un tictac. Ya saben: el enamoramiento de un hombre mayor y una mujer joven, la hipocondría, el judaísmo, la revelación de un secreto a través de un escrito, el constante tira y afloja con la psiquiatría y la psicología, los enredos amorosos, el jazz, las voces en off y un diálogo permanente (a veces velado; otras, menos) entre el creador y sus personajes, que a menudo se materializa con la ruptura de la cuarta pared.

Embajada de locos
Cuando a finales de los años sesenta comenzó su carrera como cineasta, Allen ya contaba con una trayectoria como humorista y guionista. También como dramaturgo. Su primera pieza teatral (Don't Drink the Water, 1966) se estrenó en Brodway y fue posteriormente llevada al cine bajo la dirección de Howard Morris. Aunque, al parecer, la versión no satisfizo a Allen, quien muchos años después se puso detrás de las cámaras para rodar una nueva versión, emitida en televisión, con el propio Allen y Michael J. Fox en sus papeles protagónicos. Aquella primigenia pieza teatral revela algunas de sus influencias y de los temas que más tarde dominarían su filmografía. La acción transcurre en su práctica totalidad en el interior de una embajada estadounidense ubicada en algún país de la Europa oriental, tras el telón de acero. El embajador debe ausentarse temporalmente de la legación para apuntalar su carrera política, por lo que, un poco a su pesar, deja a su inhábil hijo a cargo de la embajada. La rutinaria vida de esta, apenas aderezada por las extravagancias del padre Drobney, un sacerdote refugiado allí desde tiempos inmemoriales, se ve trastocada cuando la familia Hollander irrumpe en el edificio perseguida por la policía comunista. Las absurdas acusaciones de espionaje internacional, la impericia del embajador a cargo y el carácter, digamos, desprolijo de los Hollander convierten un incidente menor en un conflicto diplomático que acaba alargándose en el tiempo.

Así expuesta, al lector le costará encontrar en esta trama las claves que más tarde se convertirían en los sellos de autor de Allen. Sin embargo, en el carácter alocado, un poco vano, de esta comedia pueden reconocerse algunos de los elementos que condimentarían sus primeras películas (Take the Money and Run, Sleeper y, sobre todo, Bananas): personajes estrambóticos, como el sultán de Bashir y su nutrido harén; escenas de persecuciones, como la propia llegada de los Hollander a la embajada o el intento de huida camuflado entre las esposas del sultán, y un más que apreciable aroma a los hermanos Marx y su mítico camarote, con escenas en las que los personajes se acumulan siguiendo la estricta lógica del absurdo. Para colmo, Don’t Drink… se resuelve con uno de esos epílogos sintéticos que luego se convertirían en marca de la casa, el cual incluye un monólogo del padre Drobney dirigiéndose al público. Existe en este texto un detalle que apenas pasaría de eso si no fuera por lo que el lector encontrará en el párrafo siguiente: además de ser un sacerdote sin feligreses a los que catequizar, el padre Drobney ameniza las horas muertas de su refugio en la embajada con la realización de trucos de magia de muy bajo coste y cuya ejecución es francamente mejorable.

La bombilla no se mancha
El siguiente texto dramático de Allen es Play It Again, Sam (1969), inmortalizada en el celuloide como Sueños de un seductor (1972), de la cual todos recordaremos a un didáctico Humphrey Bogart capacitándolo en cuestiones amatorias. La ruptura con el arquetipo viene a continuación. En 1981 se estrena en el Lincoln Center neoyorquino The Floating Light Bulb (‘La bombilla que flota’), una obra fechada en ese mismo año pero cuya creación, sospechamos, debemos situar algún tiempo atrás. En primer lugar porque entender La bombilla… como una comedia puede llevarnos a engaño. La acción transcurre en 1945, en el interior de una vivienda de un desangelado barrio de Brooklyn. Allí malviven los Pollack, una familia encabezada por Max, un pendenciero más dado a los juegos de azar y las infidelidades que al trabajo duro, y compuesta por su esposa Enid, una mujer madura cuya dura realidad yace sepultada bajo sus antiguos sueños de bailarina y los actuales efluvios de la bebida, y sus hijos Steve (13 años) y Paul (16). El menor está hecho a imagen y semejanza de su padre, y trata a su madre con la misma displicencia. Pero Paul se sale del guion marcado por el paterfamilias. Enfermizo, tímido, tartamudo, depositario de las frustraciones de su madre, Paul encuentra su refugio en trucos de magia entre los que sobresale el de una bombilla encendida que flota misteriosamente en el aire. La aparición del señor Wexler, un mánager de artistas que promete darle una oportunidad a Paul en el mundo del espectáculo, tuerce la cotidianidad de los Pollack hasta el consabido fracaso final.

La bombilla… desprende un aroma anacrónico que Allen no intenta esconder, pues es inevitable avanzar en el texto y no sentirse amenazado por el espíritu de Tennessee Williams. Resultan más que familiares dos de sus creaciones más emblemáticas: El zoo de cristal y Un tranvía llamado deseo, curiosamente fechadas en la época en la que transcurre La bombilla… De la primera resulta inconfundible la relación entre Amanda y su hija Laura; aquella con sus fracasos y su soledad a cuestas; esta, tullida y refugiada en sus figuritas de cristal tal como Paul (no tullido sino tartamudo) se esconde y deriva sus fantasías en la magia. Cristal y magia funcionan en cada caso como metáforas respectivas de fragilidad e ilusionismo, y en ambos actúan como puerta secreta a una posible existencia más allá de las cuatro paredes de las que nunca salen. A su vez, la estructura de ambos textos se calca en la irrupción del personaje externo, el pretendiente Jim O’Connor en El zoo… y Jerry Wexler en La bombilla…, ambos deseados por las madres para asegurar el futuro de sus hijos y acaso el suyo propio. Para colmo, encontramos una referencia incontestable en el monólogo inicial de El zoo…: “Tengo trucos en el bolsillo —y cosas bajo la manga—pero soy todo lo contrario del prestidigitador común”.

La presencia amenazante de Max Pollack choca con la ausencia del padre en El zoo… El correlato, en este caso, no puede darse sino con el inolvidable Stanley Kowalski de Un tranvía llamado deseo, embalsamado para siempre en el torso sudoroso de Marlon Brando en la versión cinematográfica de Elia Kazan. Aunque con menos peso protagónico que Kowalski, el padre de La bombilla… también irrumpe con gritos y amenazas, maltrata a su esposa, pone en duda su salud mental y escenifica misteriosas salidas en las que se encuentra con su joven amante. Por último, puede pensarse también que del tour de force alcohólico de Blanche DuBois deriva mucho de la espiral bebedora de Enid Pollack.

Por todo ello se puede sospechar que a pesar de que La bombilla… se estrenara en 1981, cuando Woody Allen ya contaba con una docena de películas y dos premios Oscar por Annie Hall, el texto fuera escrito (o al menos, apuntado) en una época anterior. La búsqueda de una identidad literaria tiene mucho de viaje errático, de espejos rotos, de emulación por acumulación. En el mejor de los casos estamos ante un homenaje (o algo más) en el que cuesta diferenciar la pluma de quien luego se convertiría en el neoyorquino neurótico más apreciado por la pequeña burguesía de este mundo y alrededores.

Alejandro Feijóo




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