El hombre parecía ser el único en no haberse enterado: la otra cara del
sueño no siempre es la vigilia. Y mucho menos eso que llamamos "el día de
hoy".
El hombre no sueña. Hace muchos
años que esto ocurre, aunque hace algunos que el suceso dejó de preocuparle.
Cuando comenzó el fenómeno, sin motivo aparente, sin eso que causa las cosas,
los despertares eran fosas apenas profundas pero despiadadamente largas cuya
extensión tardaba pesadillas en recorrer. Los pasos sobre el barro cuarteado lo
conducían como una obligación hacia la cocina, donde el vacío humeaba, se hacía
peristáltico y acababa necesariamente contra los posos hechos muros del café.
Allí, en una lectura imposible de trincheras, el hombre se libraba del hueco a
medida que la nube de pintas se despejaba hacia los confines de la taza.
Entonces, el ayuno ya burlado, cargaba el día sobre sus hombros como si fuera
posible hacer futuro, como si el no soñar no lo hubiera podado de deseos.
La fórmula del velo matinal
duraba lo que duraba. A veces el elástico de la nomenclatura diaria lo lanzaba
contra la noche, hasta el aturdimiento del querer abandonar esto que ha sido
dado en llamar “el día de hoy”; otras, apenas separado del café profético, el
fardo ya dejaba notar sus anclajes hueso adentro, y todo lo que venía a
continuación se hacía astilla con filo de jueves o lunes, según fuese menester
la lentitud. Y así hasta el próximo sinsoñar. El hombre, ignorante del
mecanismo para recuperar la sucesión onírica, hacía cuentas, contaba números,
numeraba palabras, trazaba construcciones algorítmicas con la esperanza de que
la abstracción aceitara el retorno de aquellos sueños. Sueños que, en rigor,
nunca llegaron a interesarle como objeto narrativo o de seducción, pero que su
propia ausencia nocturna los había convertido en patrón oro de sus ejercicios
diurnos.
Número va, palabra viene, una
buena mañana el asunto se le olvidó, del mismo modo acrítico –acasual– en que
había dejado de soñar. Se levantó sin añadidos, caminó hasta la cocina como
quien únicamente atraviesa un pasillo, se preparó la taza de café más simple
del mundo y engulló su contenido sin añadidos, casi de manera artesanal, aunque
sin la tensión del creador por fundirse con la forma. Anduvo así el hombre unas
jornadas que tampoco fueron más o menos felices que las precedentes sino apenas
precisas en su devenir; algo laxas y sibilantes como una brizna de aire que
atraviesa la rendija. Un observador externo hubiera hablado de normalidad.
Pero como en una paleta de
colores, la armonía aparente acaba por entronizar el conflicto. Algo sonó en la
cabeza del hombre una de aquellas mañanas. No se organizaba como armonía, ni
siquiera eran notas, más bien una sucesión de sonidos casuales que no acabaron
de traer el recuerdo. La sensación resultaba, empero, placentera y el café, más
dulce que la costumbre. Las calles de después se fueron sucediendo y un halo de
convivencia, inédito u olvidado, se adueñó del andar y de las sucesivas
intervenciones.
A la mañana siguiente, la
trinchera del vacío se vio claramente ocupada por cadenas de segmentos sonoros.
Lo cierto es que estos no acababan de solidificar en canción o discurso, aunque
intentaban componer un sentido. Lo malo para el hombre fue que el empeño no era
precisamente pacífico sino más bien tirante, con picos de estridencia que
horadaban lo que se suponía un momento tranquilo del día, la vuelta del cuerpo
al estar en el tiempo, a ocupar un hueco en el tránsito hacia la noche.
Enganchado a las sucesiones
rumiantes, el hombre comete el error de concentrar su voluntad en traducir, en
extraer conclusiones. En el fondo no pretende otra cosa que intentar encontrar
una vía novedosa, establecer una lógica determinada, descansar en el orden. Es
entonces cuando las aristas monstruosas se desplegaron en las lindes de aquella
mañana. Y como si su alma sufriera una ecolalia retroactiva, el hombre se
descubrió en plena recitación de la carta que nunca envió, como si no me cansara de amarte, del adiós que apenas se atrevió a
pensar, nunca más en mi vida, del
verso con el que supo que aquello jamás lograría ser, sentado en el vano de tus ojos delineados. La silueta del beso y el
éxtasis del silencio y el olvido en el que se empapó.
Entonces lo supo. De pie, junto a
los confines de la taza matutina, la sombra de una razón desaparecía para
siempre. Ya nunca más, ya por siempre dejaría de ir viviendo atado a aquel
rumor, a la sospecha de haberlo intentado, al tímido roce de un eco que vuelve,
convertido en otra cosa, como si salieras
de un sueño, amor.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 28: El Cerro)
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