martes, 19 de noviembre de 2013

OxB_28: Monstruos en ayunas

El hombre parecía ser el único en no haberse enterado: la otra cara del sueño no siempre es la vigilia. Y mucho menos eso que llamamos "el día de hoy".

El hombre no sueña. Hace muchos años que esto ocurre, aunque hace algunos que el suceso dejó de preocuparle. Cuando comenzó el fenómeno, sin motivo aparente, sin eso que causa las cosas, los despertares eran fosas apenas profundas pero despiadadamente largas cuya extensión tardaba pesadillas en recorrer. Los pasos sobre el barro cuarteado lo conducían como una obligación hacia la cocina, donde el vacío humeaba, se hacía peristáltico y acababa necesariamente contra los posos hechos muros del café. Allí, en una lectura imposible de trincheras, el hombre se libraba del hueco a medida que la nube de pintas se despejaba hacia los confines de la taza. Entonces, el ayuno ya burlado, cargaba el día sobre sus hombros como si fuera posible hacer futuro, como si el no soñar no lo hubiera podado de deseos.


La fórmula del velo matinal duraba lo que duraba. A veces el elástico de la nomenclatura diaria lo lanzaba contra la noche, hasta el aturdimiento del querer abandonar esto que ha sido dado en llamar “el día de hoy”; otras, apenas separado del café profético, el fardo ya dejaba notar sus anclajes hueso adentro, y todo lo que venía a continuación se hacía astilla con filo de jueves o lunes, según fuese menester la lentitud. Y así hasta el próximo sinsoñar. El hombre, ignorante del mecanismo para recuperar la sucesión onírica, hacía cuentas, contaba números, numeraba palabras, trazaba construcciones algorítmicas con la esperanza de que la abstracción aceitara el retorno de aquellos sueños. Sueños que, en rigor, nunca llegaron a interesarle como objeto narrativo o de seducción, pero que su propia ausencia nocturna los había convertido en patrón oro de sus ejercicios diurnos.

Número va, palabra viene, una buena mañana el asunto se le olvidó, del mismo modo acrítico –acasual– en que había dejado de soñar. Se levantó sin añadidos, caminó hasta la cocina como quien únicamente atraviesa un pasillo, se preparó la taza de café más simple del mundo y engulló su contenido sin añadidos, casi de manera artesanal, aunque sin la tensión del creador por fundirse con la forma. Anduvo así el hombre unas jornadas que tampoco fueron más o menos felices que las precedentes sino apenas precisas en su devenir; algo laxas y sibilantes como una brizna de aire que atraviesa la rendija. Un observador externo hubiera hablado de normalidad.

Pero como en una paleta de colores, la armonía aparente acaba por entronizar el conflicto. Algo sonó en la cabeza del hombre una de aquellas mañanas. No se organizaba como armonía, ni siquiera eran notas, más bien una sucesión de sonidos casuales que no acabaron de traer el recuerdo. La sensación resultaba, empero, placentera y el café, más dulce que la costumbre. Las calles de después se fueron sucediendo y un halo de convivencia, inédito u olvidado, se adueñó del andar y de las sucesivas intervenciones.

A la mañana siguiente, la trinchera del vacío se vio claramente ocupada por cadenas de segmentos sonoros. Lo cierto es que estos no acababan de solidificar en canción o discurso, aunque intentaban componer un sentido. Lo malo para el hombre fue que el empeño no era precisamente pacífico sino más bien tirante, con picos de estridencia que horadaban lo que se suponía un momento tranquilo del día, la vuelta del cuerpo al estar en el tiempo, a ocupar un hueco en el tránsito hacia la noche.

Enganchado a las sucesiones rumiantes, el hombre comete el error de concentrar su voluntad en traducir, en extraer conclusiones. En el fondo no pretende otra cosa que intentar encontrar una vía novedosa, establecer una lógica determinada, descansar en el orden. Es entonces cuando las aristas monstruosas se desplegaron en las lindes de aquella mañana. Y como si su alma sufriera una ecolalia retroactiva, el hombre se descubrió en plena recitación de la carta que nunca envió, como si no me cansara de amarte, del adiós que apenas se atrevió a pensar, nunca más en mi vida, del verso con el que supo que aquello jamás lograría ser, sentado en el vano de tus ojos delineados. La silueta del beso y el éxtasis del silencio y el olvido en el que se empapó.

Entonces lo supo. De pie, junto a los confines de la taza matutina, la sombra de una razón desaparecía para siempre. Ya nunca más, ya por siempre dejaría de ir viviendo atado a aquel rumor, a la sospecha de haberlo intentado, al tímido roce de un eco que vuelve, convertido en otra cosa, como si salieras de un sueño, amor.

Alejandro Feijóo



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